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Quejas, quejas y más quejas. La conversación sobre política, sea esta en la sala familiar, la reunión de profesionales o el consabido “cafetín”, rara vez resulta en alguna acción.

A veces me pregunto cómo serían las cosas si todos los que nos quejamos de la política hiciéramos algo al respecto. Qué efectos tendría si en lugar de criticar, la gente actuara. Pero eso pasa poco y cada vez menos.

Los impuestos juegan su papel: exoneran a los ciudadanos de tomar la política en sus manos. Pagas para que otros se encarguen. Y así.

Paga entonces, por un lado; critica con histrionismo, por el otro; y reserva un domingo cada par de años para ir a votar: un presidente, legisladores, un alcalde, concejales, un prefecto para que el trayecto al recinto electoral se justifique y ahora una yapa: el Consejo de Participación.

La evidencia dice que nuestras quejas hablan más de nosotros mismos y nuestro círculo social que de problemas de otras personas, o más grave aún, de las mayorías. Los psicólogos llaman sesgo de disponibilidad al fenómeno al que sucumbimos siempre: nuestro mundo es el que nos rodea, no el que rodea al vecino de Alausí, San Lorenzo o Misahuallí. Aunque hacemos nuestro mejor esfuerzo, los articulistas o los periodistas hablamos de los temas que alcanzamos a ver.

El nivel de ingreso es un ejemplo. Penn, reconocido encuestador, dice que arriba de ciertas decenas de miles de dólares de ingreso anual, cuando hablan de política, las personas ya ni se refieren a los temas para los que eligen a sus políticos (seguridad o educación pública, p.e.) y pasan a hablar de cuán bien o mal caen, gustos, estilos, o a ponderar los miles de matices éticos con que se juzga al más cercano o lejano político.

Al final del día, los problemas que no enfrentamos personalmente se vuelven problemas ajenos. Los problemas ajenos se convierten en problemas lejanos. La lejanía nos despersonaliza y la política queda en manos de otros a los que, corruptos o no, despreciamos o adoramos en función de su disponibilidad en nuestra vida diaria.