La Amazonia es de todos
En 1989, el presidente brasileño José Sarney declaró desafiante ante la Asamblea General de Naciones Unidas: “La Amazonía es nuestra”. La evidente fuerza nacionalista del eslogan lo convirtió en favorito de los políticos de derecha, incluidos congresistas vinculados con empresas de construcción que tienen intereses en el desarrollo del territorio selvático. Treinta años después, el presidente Jair Bolsonaro es su nuevo líder y está poniendo en riesgo el bienestar de la Amazonía, de Brasil y de todo el planeta. Él sostiene que el reclamo de Brasil sobre la Amazonía es en beneficio del país, y que los actores extranjeros que critican la explotación brasileña de esa región promueven la biodiversidad con el objetivo de explotarla en el futuro. Con su característica misoginia, declaró que “Brasil es una virgen a la que todos los depravados extranjeros desean”. Pero él no quiere mantener casta a la Amazonía; quiere estar entre quienes la exploten. Su promoción del desarrollo del territorio selvático y sus ataques a la regulación ambiental llevaron, por ejemplo, a la expansión de actividades agroindustriales, en particular la ganadería, y al desmonte ilegal. Según el Instituto Nacional de Investigación Espacial del Brasil, la deforestación de la parte brasileña de la selva amazónica registró en junio un incremento interanual del 88 %. Vistos los esfuerzos de Bolsonaro para abrir las tierras de pueblos indígenas a la agricultura comercial y minería, es probable que la deforestación se acelere más. Entre 2000 y 2014, la deforestación dentro de territorios indígenas avanzó a un ritmo de 2 %, contra 19 % en el resto de la Amazonía brasileña. La jungla amazónica es la más grande del mundo, hogar de una de las mayores concentraciones de biodiversidad del planeta. Y como el río Amazonas es la mayor fuente de drenaje de agua dulce del mundo, su ciclo hidrológico tiene gran influencia en el clima de la Tierra; la selva amazónica actúa como un enorme sumidero de carbono, al absorber más dióxido de carbono del que libera. Por su importancia para la salud del planeta, ningún régimen de acción climática internacional podrá ser eficaz si no tiene en cuenta el efecto de las políticas públicas sobre esta región. Por eso la torpe mirada de Bolsonaro sobre la Amazonía genera el rechazo de la comunidad internacional, incluso a través del reciente acuerdo comercial entre la UE y los países latinoamericanos del bloque Mercosur. Brasil, miembro de Mercosur, tiene claro interés en el éxito de ese tratado comercial, que promete revitalizar sectores económicos a ambos lados del Atlántico con la creación de un mercado integrado de 780 millones de consumidores. Esto puede beneficiar, por ejemplo, a la industria brasileña de la carne. El problema para Bolsonaro es que el acuerdo impone a los exportadores del Mercosur normas ambientales y laborales estrictas. En el marco de sus iniciativas de desarrollo sostenible (y bajo presión de la sociedad civil), la dirigencia de la UE supeditó el acceso al mercado europeo al cumplimiento de reglas y compromisos multilaterales, entre ellos los convenios fundamentales de la OIT y el acuerdo climático de París (2015). La resistencia de Bolsonaro a las normas ambientales hace todavía más importante la vigilancia y el cumplimiento de los términos del acuerdo. En el mundo globalizado de hoy, ninguna economía puede prosperar sola. Los países pueden y deben responsabilizarse mutuamente por políticas cuyas consecuencias se extienden mucho más allá de las fronteras nacionales, por ej., las que destruyen el medioambiente del que todos dependemos.