Aquiles Álvarez
El alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez, fue sentenciado por el TCE por violencia política de género, fuera de elecciones.Municipio de Guayaquil

Aquiles Álvarez: un infractor electoral fuera de elecciones

Análisis | El Tribunal Contencioso Electoral encontró al alcalde de Guayaquil culpable de violencia política de género 

Victoria judicial de la asambleísta de Gobierno Lucía Jaramillo sobre el alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez. Él la había llamado “niña y vaga” y “vocera turra” (por escrito, en un tuit) y el Tribunal de lo Contencioso Electoral (TCE) lo encontró culpable de la infracción electoral grave descrita en el artículo 280 de la Ley Orgánica de Elecciones: violencia política de género. 

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La sentencia le impone la obligación de ofrecer disculpas públicas, pagar una multa equivalente a 21 salarios básicos (9.660 dólares), borrar el tuit del conflicto (cosa que parece haber hecho ya) y participar en un curso de sensibilización de 20 horas de duración. 

“Es una victoria para todas”, declaró Jaramillo, atribuyéndose la representación de todas las mujeres. ¿La tiene? ¿Es el suyo un caso de clamorosa agresión sexista que recibió el castigo merecido? ¿O hay aquí un debate que la élite política se niega a afrontar?

Sentencia de TCE tiene aspectos que no cuadran

A primera vista, hay al menos dos cosas que no cuadran en esta sentencia. La primera, el tribunal que la emitió: el TCE. La segunda, el tipo de delito que se le imputó al agresor: infracción electoral grave. ¿Qué es eso? Lo establece claramente la misma Ley Orgánica de Elecciones. 

Artículo 275: “Infracción electoral es aquella conducta antijurídica que afecta los derechos de participación o menoscaba los principios de igualdad y no discriminación, transparencia, seguridad y certeza del proceso electoral”. 

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Ahora bien, la agresión de Álvarez a Jaramillo se produjo no en el contexto de las elecciones, en las que ninguno de los dos estaba participando, sino en el de la fiscalización parlamentaria: el alcalde arremetió contra la asambleísta porque esta había anunciado su intención de investigar sus negocios con la gasolina. 

Está claro que Álvarez es un impertinente incapaz de entender sus responsabilidades públicas, ¿pero cómo podría su impertinencia “afectar los derechos de participación o menoscabar los principios de igualdad y no discriminación, transparencia, seguridad y certeza del proceso electoral”, cuando no tiene ni la más remota relación con ese proceso?

Es obvio que el TCE no tiene facultades para juzgar conductas antijurídicas por fuera del ámbito de las elecciones. En este caso, estamos ante una agresión relacionada con cuestiones parlamentarias, producida fuera del calendario electoral y que involucra a personas (un alcalde y una asambleísta) que no son actores electorales. 

Es una clamorosa arbitrariedad y un completo abuso el hecho de que el TCE decida catalogar esa agresión como “infracción electoral grave”, nomás que para declararse competente para juzgarla. Una arbitrariedad y un abuso que se repiten con inaudita frecuencia. 

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Porque resulta que levantar denuncia por la infracción electoral grave de violencia política de género se ha convertido en una de las herramientas más comunes (e infalibles) para judicializar la lucha política. La fiscal Diana Salazar contra la activista Priscila Schettini; la activista Priscila Schettini contra el periodista Carlos Vera; la vicepresidenta Verónica Abad contra el presidente Daniel Noboa; la asesora presidencial Diana Jácome contra la vicepresidenta Verónica Abad… 

Todos esos casos, así como el de Lucía Jaramillo contra Aquiles Álvarez, tienen una cosa en común: no tienen ninguna relación con las elecciones. Sin embargo, todos se ventilan en el TCE, que con esta complacencia parece dar su visto bueno a la idea de abandonar sus propias especificidades y convertirse en una vulgar comisaría.

Hay, además, un debate de fondo que debería analizarse en cada caso por separado y que, en el suyo, Aquiles Álvarez lo expresa así: “la vagancia no tiene que ver con el género”. Parece evidente que no. Es decir: no basta con que Lucía Jaramillo se sintiera discriminada por una expresión insultante proferida en su contra para que esa expresión insultante califique como “violencia política de género”. 

Para ello es necesario que ese insulto (la Ley Orgánica de Elecciones es muy clara al respecto) esté basado en estereotipos de género. Ejemplo: “esa señora debería dejar la política y dedicarse al maquillaje”. Lo dijo Rafael Correa de Cynthia Viteri y expresa el más rancio prejuicio machista de adjudicación de roles femeninos. Pero una persona vaga lo es (Álvarez tiene razón) con independencia de su sexo.

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Sin ese concepto fundamental (el de estereotipo de género), violencia política de género podría ser cualquier cosa. Y lo que se supone una ley para evitar la discriminación termina convirtiéndose, en la práctica, en un atentado contra el que probablemente sea el valor más importante de una democracia: el principio de igualdad ante la ley. Porque no existe ninguna razón válida para que el sistema jurídico proteja a las políticas mujeres de recibir acusaciones de vagancia, corrupción, incluso idiotismo, mientras se permite que los políticos hombres estén expuestos a ellas.

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