La Asamblea, siempre fiel a su caricatura
Virgilio Saquicela descubre el agua tibia. Guillermo Lasso se esconde tras su asesor. Los correístas y Pachakutik le ponen color a la historia.
Saquicela parió un ratoncito
La Asamblea Nacional organizó el único diálogo de conciliación que, hasta el momento, ha conseguido juntar en torno a una mesa a las partes involucradas en el conflicto del Paro. Se encontraron en la Basílica del Voto Nacional, lugar específicamente construido para rezar por el Ecuador cuando no queda más remedio. Asistieron Virgilio Saquicela, engreído padre de la criatura; el presidente de la Conaie, Leonidas Iza, encogido y menesteroso luego de que las tres cuartas partes de sus tropas lo abandonaran a su suerte, probablemente un poco hartas de él; y el ministro de gobierno, Francisco Jiménez, funcionario famoso por su afición a sentarse con los impresentables. La reunión fue muy fructífera. Horas más tarde, ante el Pleno de la Asamblea, Saquicela anunció los resultados: “Se concluyó -dijo orgullosísimo- que el diálogo es el camino”. Clarines. Tambores. Ovación cerrada. Eso sí que es un avance, nadie lo había pensado. “El diálogo es el camino”. Qué haría el país sin el presidente de la Asamblea Nacional.
Lo cierto es que Iza, después de trece días de dizque proponer el diálogo, condicionarlo, posponerlo, ilusionar al país entero con su difusa posibilidad, concurre al fin. Y dice que para dialogar tiene que consultar a las bases. Porque claro, esto del diálogo fue tan imprevisto que no tuvo tiempo de hacerlo antes. Relájase el mundo: tomará su tiempo.
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La situación de Guillermo Lasso está clarísima: si los correístas consiguen 92 votos en la Asamblea, lo echan con una patada en el trasero. No importa lo que diga; o las pruebas de descargo que presente; o las movidas mágicas que ejecute sobre el tablero de ajedrez sacando decretos y volviéndolos a poner. 92 votos y chao, así de simple. Sin embargo, como la Democracia es una señora justa y generosa, el procedimiento le concede la oportunidad de dirigirse al Pleno y defenderse. No hay límite de tiempo. No hay restricción de tema. Él puede, con todas las razones que lo asisten, dirigirse a este país tan angustiado, dividido, secuestrado, y conmoverlo, iluminarlo, esperanzarlo. Puede acusar, con sagrada indignación, a los conspiradores: exponerlos, desnudarlos, arrastrarlos. Y hacerlo con la autoridad moral de un presidente víctima del golpismo. La tribuna está lista. El país lo escucha. 30 mil personas (¡100 veces mas que las habituales 300!) se han conectado a la transmisión de la sesión parlamentaria. Y él no va. Envía a un oscuro asesor jurídico que empieza a leer, con el tono monocorde que caracteriza a los de su especie, un intrincado texto según el cual todo parece depender de la conjunción copulativa del artículo tal. Un texto que se pone a enumerar promesas de campaña cumplidas. Y mientras el país aún no se recupera del trauma de 12 días de violencia, ahí está el asesor, hablando de... (hay que tomar aliento para decirlo) ¡procesos agrotecnológicos contra las plagas del banano!
El novelista español Javier Marías escribió alguna vez una despiadada crítica contra Mariano Rajoy, entonces presidente del gobierno de su país, por haber callado durante tres minutos. Se presentaba en el Congreso de los Diputados, disponía de 15 minutos para dirigirse al país y habló 12. ¿Cómo es posible?, se escandalizaba Marías. ¿No tiene nada que decir el presidente? ¡Al país! ¡Se para frente a 40 millones de españoles y guarda silencio durante tres minutos! Pues bien: Guillermo Lasso es mucho, pero mucho peor. Mariano Rajoy sólo era medio pendejo.
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Los SS del Tercer Reich eran unas monjitas de la caridad al lado de la fuerza pública de Guillermo Lasso, un monstruo apocalítico que se ha ganado un lugar en la galería de la infamia, probablemente entre Adolfo Hitler y el conde Drácula. Por lo menos ahí fue donde lo pusieron este fin de semana los asambleístas del correísmo y Pachakutik. Ellos no ahorran pinceladas de color a la hora de contarle al país la película de ficción que han decidido proyectar como si de un documental se tratase.
Son sanguinarios los policías ecuatorianos: disparan perdigones contra niños indefensos, asesinan “a sangre fría” (son palabras de Mireya Pazmiño, que seguramente sabrá cómo demostrarlas), torturan, organizan hordas de ciudadanos racistas para que disparen a los indígenas (tal cual), “atacan a nuestros guaguas”, son obedientes ejecutores de una “masacre al pueblo ecuatoriano” que la correísta Sofía Espín compara con la del 15 de noviembre de 1922: o sea que ha matado a miles. En suma: han perpetrado “crímenes de lesa humanidad” bajo las órdenes de un presidente “fascista” (no podía faltar este apelativo, estaba cantado).
Bueno es el casting de la película: los actores han sido seleccionados en función de su capacidad de expresar las características psicológicas de sus personajes. Al que hace de presidente, por ejemplo, “se le nota la avaricia, la maldad, la crueldad en el rostro”, según feliz descripción de Pierina Correa. Y no faltan escenas ineludibles del género bélico. La del búnker, por ejemplo: en el momento más dramático vemos al presidente, “escondido y disfrazado de camuflaje, disponiendo la represión”, como lo cuenta Viviana Veloz.
En los pasillos de la Asamblea circula un secreto a voces: la próxima del correísmo será una de vaqueros.
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