Las ausencias aún marcan al Día de Muertos
Los cementerios fueron visitados, pero no al igual que antes de la pandemia. Las familias revivieron costumbres. El comercio se reactivó
Silenciosa y con calma. Así estuvo marcada la jornada del martes 2 de noviembre en los cementerios de Guayaquil, a propósito del Día de los Difuntos. Si bien no se registraron las acostumbradas mareas humanas portando flores y recuerdos, como aquellos días sin pandemia, las personas no dejaron morir sus tradiciones en esta fecha y visitaron a sus muertos. Les dedicaron serenatas, les pintaron sus tumbas y hasta bebieron la colada morada junto a ellos.
Esta vez sí se permitieron las visitas y no como el año anterior que regían restricciones. Por ejemplo, en el cementerio Jardines de Esperanza, en el norte, hubo una mayor concurrencia de personas que, además, participaron en una misa campal. El popular tema ‘Gracias a la vida’, interpretado por una cantante, hizo que muchos de los asistentes soltaran una lágrima o extiendan sus brazos para abrazar a sus seres queridos que los acompañaban.
Juliana Pilay, residente del centro, fue una de las asistentes. Decidió no salir de Guayaquil en el feriado y visitó a su hermana, quien falleció hace más de un año. En su sepulcro le dejó un recuerdo elaborado con cartulinas y con los pétalos de decenas de rosas formó un corazón. “El cariño es eterno y siempre que puedo la visito, pero hoy es especial. Ella ahora está en mi corazón”, susurró.
En el sitio, las familias aprovecharon para pasar algunas horas y después ir a casa o un restaurante para comer. También se tomaron fotografías e incluso lucieron camisetas con la imagen de su ser querido. Esto se repitió en otros cementerios de la ciudad, como fue en el Ángel María Canals, situado en el Batallón del Suburbio.
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Leer másEs una forma de rendirle homenaje y mantener vigente su memoria, concordaron los parientes de Manuel, un padre de familia guayaquileño que falleció hace cinco años.
Uno de los ciudadanos que llamó la atención fue Francisco Arreaga, quien llegó al espacio, desde Lomas de la Florida, ataviado con una leva, corbata y portando una Biblia. Su misión era visitar a su esposa, Dorina, quien murió hace más de año, y estando junto a su sepultura predicó la palabra del Señor. “A ella le dio un paro cardiaco en Monte Sinaí. Desde hace 15 meses que quedé huérfano”, cuenta el hombre mientras hace una pausa a la lectura de los versículos bíblicos.
El espacio donde está sepultada Dorina corresponde al sector 7 y 8, y donde las lápidas datan de 2020. Es decir, forman parte de la ampliación del cementerio y donde una gran parte de ellos son las víctimas que no resistieron los efectos del mortal coronavirus.
En los alrededores del camposanto se cerraron las vías principales y el comercio informal se intensificó. Vendedores de flores, comida criolla, ropa, zapatos, entre otros, pululaban la zona. Los agentes de la ATM también acudieron para redireccionar a los conductores.
En el Cementerio Patrimonial de Guayaquil se repitió la escena. Los agentes también acudieron a controlar la circulación, pero el flujo de visitantes fue moderado. Las tumbas del cerro de El Carmen fueron adecentadas y en otras, pintores resaltaban los nombres de quienes reposan en el sueño eterno.
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Leer másMientras que en Quito, miles de personas también visitaron a sus muertos. En el cementerio El Batán hubo columnas de personas esperando para depositar flores a sus parientes.
Bienaventurados los que viven en el Señor. Año 1934. Aquel pasaje, en un arco grande, recibía a quienes llegaban al cementerio de Calderón, en el norte de Quito, por el Día de los Difuntos. Al cruzar el umbral, el olor a comida ‘empalagaba’ las papilas gustativas. ¿Chancho? ¿Carne? ¿Papas? Con la COVID-19 aparentemente controlada, la gente no perdió la oportunidad, este 2021, de revivir la tradición de comer junto a su muerto.
Eran las 10:00. Las lápidas brillaban: el papel crepé de las coronas negras y moradas reflejaban la luz del sol. Dos niños tomaban helado y saltaban sobre dos tumbas desvencijadas, quizá olvidadas. Una familia le había pagado 10 dólares a dos músicos, uno con guitarra y otro con acordeón, para que le dieran una serenata a su familiar fallecido. Y entre las cruces con la pintura despellejada y sucia, muchos abrían fundas, abrían tarrinas, abrían lo que fuere, y sacaban alimentos. Mientras, el vendedor de mangos pisaba, sin querer, la tierra húmeda.
“Es costumbre dar de comer a las almitas... lo que les gustaba a los difuntos. Venimos en familia a ver a María Sanguña, murió hace 23 años. No la olvidamos, solo cuando muramos”, contaba Rosa Guañuno en uno de los pasillos -hacia el ala derecha- de aquella necrópolis que ha destacado por conservar los rituales y tradiciones indígenas y que, por cierto, cautivaron la atención de cuatro ‘gringos’ que se paseaban mirando asombrados lo que ocurría.
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Leer másHacia el ala izquierda, un vaso de colada morada y una guagua de pan adornaban la lápida de una mujer que falleció el pasado 10 de octubre. Se la dejaron allí. Para su alma. Para recordarla. Y porque a ella le gustaba. Al lado, había un nicho en cuyo cristal estaba un papel pegado y decía: “El tiempo de arrendamiento ha terminado, por favor, acercarse al despacho parroquial para exhumar los restos”. El mensaje se repetía en otras tumbas. En algunas que tenían flores frescas.
A las 11:00, la gente continuaba ingresando. La Policía vigilaba el cementerio. Un letrero anunciaba que la misa se iba a realizar en la iglesia parroquial. Y una mujer, con un plato de hornado en la mano, con los ojos cerrados, rezaba: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre...”. Los demás la seguían. Los demás la abrazaban. Los demás lloraban a sus muertos como cada año.