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Inconveniencias. El presidente entró en confianza con el periodista norteamericano y se le soltó la lengua más de lo recomendable.Presidencia de la República

En Carondelet prefieren al Cholito que al New Yorker

La crónica de Jon Lee Anderson en The New Yorker irritó por igual a Carondelet y a los correístas.

Con el periodista estadounidense Jon Lee Anderson compartió el presidente Daniel Noboa más tiempo que el que ha dedicado a todos los periodistas ecuatorianos juntos desde que asumió la presidencia. Le abrió las puertas de su casa en Olón y de la residencia presidencial en Carondelet; lo invitó a volar en el avión presidencial y lo llevó consigo en una gira por Manabí; le concedió exclusivas inalcanzables para los medios nacionales: la autorización para asistir a una reunión reservada del gabinete de seguridad; el permiso para recorrer la cárcel de La Roca sin restricciones… Además, puede decirse que le abrió su corazón: habló con él en numerosas ocasiones y sin filtros, le dijo lo que pensaba sobre el país, los problemas de seguridad, la guerra contra el narco, sus aspiraciones políticas, los otros líderes de la región… El resultado de esa intensa reportería es una gran crónica de 21 páginas que se publicó esta semana en una de las mejores revistas del mundo: The New Yorker. Al gobierno no le gustó nada: parece que en Carondelet se acaban de dar cuenta de que Jon Lee Anderson no estuvo aquí para hacer un publirreportaje.

La pieza periodística del New Yorker proyecta el perfil de un Daniel Noboa oculto, más que desconocido. Un Daniel Noboa que administra los operativos policiales contra la delincuencia, en los que gusta fotografiarse, como acciones políticas de campaña, tal como se lo confió al periodista. Una figura con ínfulas mesiánicas que dice haber sido puesto por Dios en el poder. Un delirante que sueña con cárceles de alta seguridad en el territorio ecuatoriano de la Antártida, y busca maneras de burlar los acuerdos internacionales que prohíben, en el continente helado, cualquier actividad no relacionada con la investigación científica… El esposo que considera a su mujer como “una adicta” a las redes sociales (afirmación que el periodista tuvo la oportunidad de comprobar por sí mismo); el presidente latinoamericano que admira a Lula (para sorpresa de todo el mundo) y no tiene nada bueno que decir del resto de sus homólogos de la región.

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De las múltiples inconveniencias que despachó Noboa en sus conversaciones con Jon Lee Anderson, estas últimas (las relativas a los otros presidentes latinoamericanos) son las que más preocupan en Carondelet. Normal: las cosas que dijo pueden acarrear problemas diplomáticos. Que Gustavo Petro es un “snob de izquierdas”; que Milei se cree genial pero no ha logrado nada; que Bukele “es un arrogante y sólo busca controlar el poder para sí mismo y para hacer rica a su familia” (esta última es especialmente explosiva: incluye una acusación de corrupción e implica una ruptura con quien se consideraba un aliado). ¿Cómo pretende el gobierno salirse de este lío? Con la más peregrina de las ocurrencias: acusar al New Yorker de hacer mal periodismo. Se hizo cargo de tan ingrata tarea la secretaria de Comunicación, Irene Vélez, y lo hizo con un alambicado argumento: el presidente no declaró nada de eso. Lo dijo, sí, pero no lo declaró.

“Esas declaraciones no las dio el presidente de la República. No son declaraciones, fueron producto de una conversación muy coloquial, privada, que han sido descontextualizadas”. No se entiende muy bien qué clase de contexto puede explicar las frases “Snob de izquierda”, “No ha logrado nada desde que asumió la presidencia”, “es un arrogante” o “busca hacer rica a su familia” para que signifiquen algo diferente a lo que significan por sí solas. Tampoco aclara la funcionaria qué esperaba el gobierno de un periodista al que dio acceso ilimitado al presidente. Lo que sí queda claro, según lo dicho por Irene Vélez, es que Daniel Noboa, cuando hace declaraciones, miente. Por lo menos no dice lo que piensa. Y que el New Yorker es una revista de extrema izquierda, dedicada a “romper” a los líderes que no son de esa tendencia. El New Yorker y el Granma, de Cuba: publicaciones hermanas.

Tanto como al gobierno, pero por razones exactamente opuestas la crónica de Jon Lee Anderson molestó a los correístas. Algo debe haber hecho bien el periodista para irritar a las dos partes. Carondelet protestó porque la crónica del New Yorker no era el publirreportaje que esperaba. Rafael Correa, porque creyó ver en ella el publirreportaje que no era. “El autor me hizo una larga entrevista telefónica y no publicó ni la vigésima parte”, se quejó el expresidente prófugo en un interminable hilo de tuits escritos a la defensiva, negando que hubiera corrupción en su gobierno, desmintiendo que hubiera huido y quejándose porque Anderson no escribió lo que a él le gustaría haber escrito. En el fondo, no puede creer que una revista de semejante importancia internacional le dedique tan poco espacio a él.

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