centro de Guayaquil cuarentena
Durante los primeros días de marzo, el centro de la ciudad lucía desolado.Gelitza Robles

Del pánico por el coronavirus, al terror del hambre

Tras 40 días del confinamiento, el desolado centro de Guayaquil se ha vuelto a poblar de comerciantes

En 23 días, el silencio sepulcral que el coronavirus dejó en el centro de Guayaquil se transformó en un rugido de hambre. El 21 de marzo de 2020 había tanta calma en la avenida 9 de Octubre que las ratas salían de las alcantarillas incluso durante el día y se paseaban por las veredas.

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Tres semanas después, el 13 de abril, las ruedas de las carretas de los comerciantes informales crujían sobre los mismos adoquines. Para quienes viven del trabajo diario, parar sus actividades significa dejar de comer.

Durante los primeros días del toque de queda por la emergencia sanitaria, los roedores correteaban con igual libertad que los centenares de transeúntes que se apretujaban en los portales céntricos ante la llegada del virus. Y aunque luego de un mes, uno que otro peatón aparece de repente, los vendedores han regresado a la zona, obligados por la necesidad.

En marzo, aunque la disposición prohibía el tránsito de personas luego de las 14:00, los adictos, los mendigos y los recicladores, como Segundo Ortiz, dormitaban en el habitual silencio que luego de las 18:00 reinaba en este sector. Eran los únicos ‘habitantes’ de las calles.

Pero ese sosiego no era el mismo al que estaban acostumbrados antes del virus, cuando el centro ‘moría’ por falta de reactivación y exceso de inseguridad. La desolación por la COVID-19 perturbaba, daba miedo, decía Segundo, recostado sobre su saco verde en una de las aceras del emblemático parque Centenario.

Coronavirus centro de Guayaquil
Siete betuneras se arriesgan al contagio porque le temen más a quedarse sin dinero para comer.Gelitza Robles

Allí esperaba a su esposa, con la mirada perdida en la soledad que durante la última quincena de marzo pobló el centro. Los policías y agentes de tránsito que patrullan para verificar que el toque de queda se cumpla, les daban chance para escudriñar entre los desechos, para tumbarse en las bancas o para buscar un lugar donde dormir. “Algunos hasta se acercan con unas tarrinas de comida”, murmuraba. Su pareja no tardaría, para caminar juntos hasta su casa, en Escobedo y 10 de Agosto. Veintitrés días después, los mismos uniformados los ahuyentaban de las avenidas.

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Segundo tiene suerte, porque le esperaba un lugar donde pasar la noche, agradecía mientras señalaba a un mendigo que se acomodaba entre cartones al frente suyo. A unas cuadras de distancia, el mismo 21 de marzo, Alfonso Montoya esperaba a que alguien se apiadara de él y de las más de 20 personas en situación de calle que habían tomado a la plaza Rocafuerte, frente a la iglesia San Francisco, como un dormitorio sin paredes que no los protegía del virus.

La mayoría de quienes reposaban en la plaza aquella tarde eran los que a diario iban a recoger un plato de comida a la iglesia San Agustín, antes de que cerrara sus puertas. En las calles Luis Urdaneta y Pedro Moncayo, donde está la parroquia, no quedaba nadie a quien pedir una porción de alimento. Ni allí ni en todo el centro. Las palomas, los perros y las iguanas, además de los roedores, fueros los dueños absolutos de los portales durante los primeros días de la cuarentena.

El malecón Simón Bolívar era un desierto a las 18:00 de ese sábado. La vía era una sábana tersa de concreto donde solo brillaban las balizas de unas cuantas patrullas.

En la Bahía, donde antes se amontonaban miles de personas al día, esa tarde no había más de 10 guardias para vigilar la mercadería de los locales cerrados. Félix Villegas tenía que permanecer allí por 24 horas. Llevó una pequeña radio a baterías y escuchaba salsa, cuyo ritmo se perdía en el silencio inusual del que era uno de los sectores más comerciales del país. Luego de un mes de aislamiento, los comerciantes han empezado a repoblar el lugar.

Donde siempre hubo ritmo, en la zona rosa, en marzo solo se oía el trinar de las aves. Inés Martínez las escuchaba, encantada, rodeada de su ropa y artículos de limpieza que guardaban bolsas de tela y fundas de basura, junto a una clínica en la calle Panamá. Esa era su casa. Hasta ese día, nadie se había acercado a ella para ofrecerle un lugar donde dormir o resguardarse del virus. Nunca se había sentido tan sola en la calle.

El 13 de abril, ni Inés ni Alfonso, para quienes el centro era su hogar, estaban en esos lugares. Y nadie sabía de ellos. A las 12:30 de ese día, el centro tenía vida, pero ya no la de mendigos o adictos, sino de informales. Veintitrés días después, el mismo temor que los había alejado, los volvía a juntar allí. Pero esta vez, el miedo que permanecía en el aire no era por el coronavirus, sino por el hambre.

Sobre la calle Pedro Moncayo, siete betuneras parecían inamovibles, a pesar de que, con suerte, les caían uno o máximo dos clientes por día. Esto no les alcanzaba ni para cubrir los dos dólares diarios de los pasajes. Verónica Anchundia se trasladó desde Lomas de la Florida, impulsada por la necesidad de sus tres hijos.

Durante marzo, asegura María Santana mientras le lustra los zapatos a Héctor Bravo, dejaron de ir a su lugar de trabajo porque tenían terror de lo que escuchaban en las noticias: muertos en casas y morgues repletas. “Pero si no nos morimos por el virus, nos morimos de hambre”, se lamentaba.

Coronavirus centro de Guayaquil
Los policías permitían que los recicladores realicen su labor en el centro de la ciudad durante el toque de queda.Gelitza Robles

Esa misma incertidumbre, la de los bolsillos vacíos un mes después de la cuarentena, había esfumado el escenario despoblado del centro porteño. La 9 de Octubre vuelve a oler al aceite de frituras que salen de carretas y locales de asados, a escuchar el taconeo de quienes se aventuran a empujar negocios ambulantes en busca de llevar el pan a sus casas.

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Lo único que había cambiado era la plaza Rocafuerte. Violeta Ruales era una de las apenas cuatro personas en condición de calle que quedaban en el lugar. Aprovechaba la soledad para lavar un abrigo en la fuente que está en mitad de la plaza, donde minutos antes un ‘loquito’, según describía, se había metido a apagar el calor del mediodía.

Cinco rosarios colgaban de su cuello y se movían con cada paso que daba. No sabe qué fue de sus compañeros de calle. “Aquí nos han botado, solo a los más viejitos ya nos dejan quedarnos”, comentaba con una imagen rota de la Virgen del Fátima que se encontró en la basura. Le pedía, además de que su abrigo se secara pronto para no tener frío por las noches, que algún familiar la recordara y la llevase a su casa para alejarse del virus.