Corrección política, gallos y toros
Análisis. Los derechos de los animales nada tienen que ver en este tema. El debate sobre las corridas de toros y las peleas de gallos es político.
Octubre cambió el signo de la corrección política: bajo el discurso animalista, sube el discurso ancestralista. Lo que hasta hace poco parecía un tema de cajón, declarar a los gallos de pelea una especie integrante de la fauna urbana bajo protección, hoy es un atentado a los valores de la plurinacionalidad. En consecuencia, la Asamblea decidió esta semana, en medio de un centenar de galleros presentes y con exceso de retórica, cambiar el artículo del Código Penal que previamente había aprobado y legalizar las peleas de gallos.
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Leer másInteresantes discursos hubo con esta ocasión en el salón plenario. Al grito de “déjennos jugar”, la oficialista fluminense Marcia Arregui calificó la práctica como “un hobby” que, “además de entretener, genera empleo”, y dijo que “los gallos nacen con esa esencia de combate, desde el cascarón nacen peleando”. Luego pronunció las palabras clave: “Vieja tradición ancestral”.
Tanlly Vera, manabita de CREO, abundó en la misma línea: “Las peleas de gallos -dijo- son una actividad ancestral de nuestro pueblo. Mantienen una esencia en nuestro pueblo montuvio”. Rodrigo Collahuazo aportó la perspectiva serrana: reconoció el origen español de la costumbre, pero reivindicó su apropiación cultural: “Cuando vienen los españoles se irradia aquí en América y va siendo parte de la identidad y la cultura, sobre todo del sector rural. Es un punto de encuentro, un punto de alegría”.
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Leer másCurioso caso de doble estándar. Resulta que los mismos argumentos que, con pirotecnia retórica destinada a complacer los oídos de los ocupantes de las barras altas, desplegó la Asamblea esta semana en defensa de las peleas de gallos, exactamente los mismos argumentos, uno por uno, se podrían esgrimir a favor de la fiesta de los toros. Sin embargo, resulta impensable escucharlos en la Asamblea. Simplemente, no es políticamente correcto. La fiesta de los toros (y hay que referirse específicamente a la hoy proscrita Feria de Quito que fue el eje de las fiestas de fundación de la ciudad) es cruel y degradante, es una tradición foránea, una fiesta de la clase media alta y un negocio de las élites. Por tanto no es, no pueden ser, ancestral, multiétnica y pluricultural.
Malas noticias para los animalistas: es claro que no son los valores de protección y derechos de la naturaleza los que rigen las políticas públicas de defensa de los animales. No. En este país es perfectamente legítimo, más aún, digno de elogio, maltratar animales, torturarlos, convertirlos en el centro de espectáculos públicos que pueden conducir a su muerte, criarlos con ese objetivo, hacer de eso un negocio… Es legítimo y encomiable hacer todo eso siempre y cuando se sea indígena o montuvio. Si se es mestizo urbano es reprochable y está prohibido. Esto nada tiene que ver con la defensa de los animales.
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Leer másLo cual nos conduce al motivo de esta reflexión, que no es la defensa de las corridas de toros. Estas tienen su propio proceso, consulta popular incluida, y su caducidad o permanencia dependerá de las nuevas sensibilidades de la sociedad contemporánea. El tiempo lo dirá. El motivo de esta reflexión tiene que ver con los discursos políticos que se tejen en el Ecuador en torno al concepto de ancestralidad. Un concepto que, después de octubre, se ha convertido en central y determinante. Al menos para la izquierda.
Dos semanas atrás, en un debate televisivo sobre el levantamiento indígena de octubre que derivó naturalmente hacia el tema de la plurinacionalidad, una muy reputada socióloga de esa tendencia, Natalia Sierra, zanjó la cuestión con una declaración que nadie en el escenario político nacional se atrevería a contradecir: “Nosotros como ecuatorianos -dijo- tenemos que entender (y ella está aquí para explicárnoslo) de dónde viene nuestra fuente principal a nivel de la identidad cultural”. En otras palabras: cuáles son nuestros ancestros. Ni siquiera necesitó nombrarlos, eso se da por sobreentendido. Asumimos que nuestra “fuente principal” de identidad son las culturas y civilizaciones que se asentaron en la cordillera de los Andes antes de la llegada de los españoles. En la medida en que los indígenas del país son descendientes directos de esas culturas, ante las cuales la mayoritaria población mestiza y urbana es una recién llegada, es claro que esta última juega con desventaja en el tablero político de la identidad cultural.
Obviamente, no es políticamente correcto reivindicar una tradición cultural occidental, cuyos ancestros se remontan a las civilizaciones griega y romana y cuyos textos fundacionales son la Ilíada y la Odisea. Sin embargo, resulta difícil adivinar qué otra tradición puede reivindicar un país cuya población, en su inmensa mayoría, habla una lengua romance, descendiente del latín; un país que profesa una religión judeo cristiana que ha marcado su historia, sus valores y sus costumbres; un país que, sin embargo, ha optado por el laicismo; un país que decidió, hace doscientos años, organizarse como una democracia; un país que ha depositado su fe en instituciones como la Universidad y la Academia (así, con mayúsculas), que cree en la preeminencia del Derecho y de la ciencia experimental.
Ecuador, en suma, es un país occidental. Y lo propio de la cultura occidental ha sido expandirse (casi siempre de forma brutal y sanguinaria, es cierto) y absorber influencias: celtas, godas, árabes, judías, incas… Sin embargo, parece sencillamente imposible que un ecuatoriano reivindique como sus ancestros, sus legítimos ancestros culturales, a los griegos y los romanos, cuyas instituciones defiende y cuyos valores comparte. Es políticamente incorrecto. Más aún después de octubre.
Semejante prurito de corrección política amenaza con llevarnos (otra vez: más aún después de octubre) por derroteros peligrosos e inciertos. “El mundo indígena -dijo Natalia Sierra en ese mismo foro televisivo, y no hizo más que reproducir un discurso dominante en el seno de la izquierda- es el dueño de estas tierras. Quizá aquellos que se consideran más blancos deberían agradecer a estos pueblos de habernos, de haberles (dudó) acogido”. Peligroso porque la reivindicación de criterios raciales en el contexto de los discursos políticos siempre ha tenido nefastos resultados. Incierto porque coloca a la inmensa mayoría de la población ecuatoriana en la condición de extranjera. La verdad es que los ecuatorianos mestizos no han sido acogidos por nadie: este país les pertenece. Tanto como a los ecuatorianos indígenas, los ecuatorianos negros (que no se entiende qué papel juegan en este esquema planteado por Natalia Sierra) y los ecuatorianos blancos.
Hay un complejo de culpa en la población mestiza (explicable por haber sido la rectora de un sistema de explotación que sobrevivió largamente a la Colonia) que solo se puede superar si se permite asumir sus propios ancestros culturales. Y eso puede empezar por cosas muy sencillas, como reconocer el doble discurso imperante en temas en apariencia tan inocuos como las corridas de toros y las peleas de gallos.
La excepción quiteña
Con los toros de pueblo ocurre lo mismo que con las peleas de gallos. Se los respeta por tratarse de una “tradición ancestral” del mundo rural, especialmente en la Sierra. No se considera en este debate la extrema crueldad en la que, casi siempre, incurren estas prácticas, donde el maltrato a los animales no se sujeta (a diferencia de lo que ocurre en el toreo a la española) a ninguna regla.
Hace dos años, el Consejo Municipal quiteño debatió la posibilidad de convocar a una consulta popular (que no ha llegado a celebrarse, aunque fue aprobada) para prohibir definitivamente el toreo incluso sin la muerte del animal. Se acordó establecer una excepción: los toros de pueblo. Es obvio que se trata de un tema cultural y político, no de derechos de los animales.