La crónica perdida de un Pólit tarimero
Recuerdos de un Carlos Pólit olvidado: las audiencias públicas con las que controlaba todo un sistema de complicidades
Las llamaba “audiencias públicas” y eran (faraónicas, elefantiásicas, descomunales) la puesta en escena de su poder. Sobre todo, un efectivo mecanismo de control. Corrían los tiempos en que Carlos Pólit construía su imperio a golpe de sobornos: Jorge Glas acababa de aterrizar en la Vicepresidencia de la República, Odebrecht repartía plata sucia a manos llenas, el aparato de corrupción del gobierno de la Revolución Ciudadana funcionaba como una autopista de ocho carriles y el contralor general del Estado cobraba los peajes.
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Hacía sentir su poder hasta a los funcionarios de menor rango. ¿Cómo? Entre otras cosas, con las audiencias públicas. Ahora que su juicio en Miami va confirmando cada día lo que ya sabíamos, lo que sospechábamos y hasta lo que imaginábamos, vale la pena volver a contar esta historia que casi nadie recuerda.
Hay que imaginar un coliseo en una capital de provincia, el galpón de un centro de convenciones, cualquier tipo de cobertizo gigante donde cupieran dos mil sillas y un gran escenario con cuatro bastidores para incrementar la espectacularidad de las entradas y una enorme pantalla de alta definición para amplificarlas. Reflectores de tramoya, reflectores instalados sobre torres, cañones de luz, seis torres de amplificadores, una mesa o cabina de control atiborrada de ecualizadores y computadoras portátiles... Un teatro habría resultado muy pequeño para los requerimientos escénicos del contralor general del Estado.
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Leer másEn las sillas, burócratas de todas las especies (reconocibles a primera vista, desde los tiempos del Chulla Romero y Flores, por actitud e indumentaria), militantes, gente de los movimientos sociales afines al gobierno, trabajadores, estudiantes de colegios fiscales dispuestos a vivir las cuatro horas más aburridas de sus vidas, amas de casa, gente común...
Las primeras filas estaban reservadas para autoridades, funcionarios, mandos medios de los organismos del Estado, consejeros y concejales, representantes de los gobiernos municipales y parroquiales, subsecretarios y directores departamentales, asambleístas y gerentes de empresas públicas, jueces y fiscales, oficiales de la Policía y de las Fuerzas Armadas... Nadie se permitía faltar a las convocatorias de Carlos Pólit.
A la entrada hacían circular a todos los asistentes en fila india por un camino marcado por vallas que conectaba dos carpas de regulares proporciones, en cuyo interior un ejército de chicas jóvenes con uniforme de oficinistas, identificadas como “personal de protocolo de Contraloría”, les repartía una insólita cantidad de material impreso, tan variado como inútil: folletos sobre los conceptos fundamentales de las audiencias públicas (dos idénticos: uno en papel couché y otro en bond); trípticos varios sobre el mismo tema; cuadernillos sobre las funciones de la Contraloría General del Estado; cuadernillos sobre la estructura de la Contraloría General del Estado; un par de libretas de apuntes con el logotipo del organismo; folletos informativos sobre la declaración patrimonial juramentada; hojas de registro, formularios, tarjetas con estuche plástico y gafete, carpetas con hojas en blanco y, la joya de la colección, una revista de 25 páginas de papel couché, impresa a todo color con las aventuras de los Súper Éticos, un cómic del que Pólit se sentía particularmente orgulloso y sobre el que más adelante se desharía en elogios.
En Quito, la cosa tuvo lugar en el galpón de ocho mil metros cuadrados del Centro de Exposiciones de La Carolina y el material impreso repartido a la entrada llegó a pesar, exactamente, 418,7 gramos por persona. Multiplíquese por 2.300 asistentes y añádase el diploma de cartulina que se entregó al final a quienes tuvieron la paciencia de buscar y completar la hoja registro, que no fueron pocos. Sumaba casi una tonelada de papel que se convirtió inmediatamente en basura de la ciudad.
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Leer másEso mismo a lo largo y ancho del Ecuador, en una serie larga de audiencias públicas en todas las provincias. Si Carlos Pólit fuera juzgado no solo por lo que se robó sino por lo que desperdició, más que la cárcel merecería el infierno.
El espectáculo comenzaba con el discurso del contralor. Durante 40 minutos hablaba Pólit sobre lo bien que trabajaban él y su equipo, lo honestos y disciplinados que eran y lo mucho que amaban a la patria. “Todos deberían seguir este ejemplo”, solía decir, refiriéndose al suyo.
Terminaba con la presentación del cómic institucional, cuya producción supervisó personalmente: Súper Éticos contaba la historia de tres niños a quienes el espíritu de la Pachamama, horrorizado por la decadencia moral de la partidocracia, invistió de superpoderes ancestrales y envió en misión especial y salvadora a... ¡la Contraloría!
Todo lo narrado hasta aquí es estrictamente cierto, aunque parezca un mal cuento inventado por un mal guionista. Pero lo que viene a continuación es aún más inverosímil. Concluido el discurso del contralor, un formal maestro de ceremonias invitaba a la gente congregada ante el escenario a “presentar sus peticiones”. Tal cual. ¿Qué pedía el pueblo? Auditorías.
Dirigentes de comunas, contratistas perjudicados por el Estado, veedores espontáneos, ciudadanos de a pie con trámites pendientes... Uno tras otro solicitaban el micrófono y denunciaban su caso. Contaban historias de corrupción.
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En la audiencia pública celebrada en Quito, por ejemplo, se habló de funcionarios de la Prefectura implicados en tráfico de tierras en Calacalí; de la desaparición de fondos públicos destinados a la construcción del mercado de Sangolquí; de escandalosas expropiaciones efectuadas por el INDA y de un informe que Fiscalía archivó inesperadamente...
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Leer másCon cada denuncia, un enjambre de funcionarios se desplazaba entre las sillas para recoger las carpetas con documentos probatorios que los denunciantes aportaban para la investigación del caso y que terminaban de inmediato en las ávidas manos de Carlos Pólit. En algún lugar de las primeras filas, que el contralor dominaba desde el podio, algún funcionario se daba por aludido y se movía nerviosamente sobre su silla.
“¡En Cayambe hay gente que nos vende el agua!”. El campesino que lanzó este grito acababa de poner el dedo sobre una de las llagas supurantes de la obra pública rural de la provincia de Pichincha: el canal de riego Cayambe-Pedro Moncayo. “¡Más de 150 millones de dólares invertidos y seguimos sin ver los resultados!”.
Algunos consejeros provinciales miraban para el techo. Otros susurraban y sonreían. Pólit dispensaba tranquilidad y certezas: “Tenga la seguridad de que, con los datos que usted nos está entregando, le daremos a conocer pronto los resultados”. O bien: “Habrá que hacer una verificación respecto del tema que ha planteado el señor que intervino para poder verificar cuáles son los procedimientos de las actividades vinculadas al tema para efectuar el seguimiento respectivo”.
Al final, los ciudadanos denunciantes quedaban vagamente satisfechos y las autoridades aludidas se daban por notificadas. Tres horas y media de semejante ejercicio terminaban por configurar un inmenso catálogo de sospechas que solo el contralor administraba.
Quedaba demostrado sin lugar a dudas quién llevaba la sartén por el mango en el mapa de la corrupción estatal ecuatoriana. Cómo se arreglaban después los implicados para evitar una glosa, un informe con indicios de responsabilidad penal o administrativa, una investigación de impredecibles consecuencias... Eso es parte de la historia no contada de la Contraloría del gobierno de Rafael Correa.
El caso es que las audiencias públicas de Carlos Pólit retrataron de cuerpo entero un aparato estatal unido en la complicidad. Y que semejante inversión de recursos (en logística, en movilización, en producción, en papelería...) no debió hacerse a cambio de nada. Quién sabe si la gira nacional de Pólit entre coliseos y galpones fue un lucrativo negocio que ni los juicios en Miami lograrán esclarecer.
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