Un deporte nacional: la pasión de silenciar
El debate sobre los excesos de ‘La Posta’ contra Leonidas Iza avivó los peores fantasmas del autoritarismo nacional. Un análisis.
Durante tres días se mantuvo en los tres primeros lugares de la lista de tendencias del Twitter. Reclamó el pronunciamiento de los más altos funcionarios del Estado: el presidente de la República y la presidenta de la Asamblea. Obligó a intervenir a la Secretaría de Comunicación. Movilizó a la dirigencia indígena, a los partidos, a los asambleístas. La Conaie y Pachakutik ofrecieron ruedas de prensa para volcar su indignación. Políticos, académicos, organizaciones sociales… Todo el mundo metió cuchara. Hubo vestiduras rasgadas, llanto y rechinar de dientes. Los excesos de los periodistas Luis Eduardo Vivanco y Andersson Boscán contra el presidente de la Conaie Leonidas Iza en la primera (y última) emisión del programa ‘La Posta XXX’ en TC Televisión, fueron el tema de conversación nacional más importante de la semana y la plataforma (o el pretexto) para el relanzamiento de algo que parecía superado pero constituye la auténtica pasión nacional de un Ecuador moralista, izquierdista, conservador y con vocación autoritaria: la pasión de silenciar. El caso La Posta despertó algunos de nuestros peores fantasmas.
1. El ilimitado derecho de sentirse ofendido.
De los seres racionales, de los ciudadanos laicos, de los políticos abiertos al diálogo y dispuestos al debate, de los académicos y los intelectuales, lo menos que cabe esperar es que no se ofendan fácilmente ni tomen demasiado en serio a quienes lo hacen. Las personas cuyas convicciones provienen del ejercicio de la razón suelen creer que todos los puntos de vista merecen ser escuchados y que será en el debate de ideas donde se decidirá cuál de ellos merece prevalecer. No hace falta ofenderse, indignarse, exigir disculpas. Basta con razonar. La disposición para sentirse ofendido, dice el premio Nobel de Literatura John Coetzee en su libro ‘Contra la censura’, es un signo de desconfianza en el debate regulado por las reglas de la razón y se sitúa en el origen de toda pasión silenciadora.
Una legión de ciudadanos se ofendieron por el programa de ‘La Posta’. En la avalancha de reacciones que siguió a la emisión del programa, los ofendidos recurrieron con insistencia a una idea de libertad de expresión definida en función de sus límites. Es decir que la libertad de expresión, según ellos, es aquel derecho que termina donde comienza su disposición para ofenderse. “Libertad de expresión sí, libertad de agresión jamás”, tuiteó por ejemplo la asambleísta por Pachakutik Dina Farinango. Una consigna que se justifica a sí misma y no requiere de argumentos de ningún tipo: le basta con enunciarse. Ante posiciones así, el debate público se convierte en un campo minado en el que basta que alguien se sienta ofendido para que un nuevo límite se imponga a la libertad de expresión.
Que la capacidad de ofenderse dinamita el debate público es algo que demostró la legisladora correísta Jhajaira Urresta al final de la semana. “Repudio total a discurso fascista y ofensivo de Diego Ordóñez (asambleísta de CREO) en contra del pueblo ecuatoriano” escribió ella en su cuenta de Twitter. “Señalar a octubre de 2019 como un acto de vandalismo del pueblo es inaceptable y falto de humanidad”. Según esto, los hechos de aquel levantamiento no están sujetos a debate, no pueden ser objeto de controversia o discrepancia. Condenarlos es, simplemente, ofender a las víctimas. Y ofender a las víctimas es fascismo, hay que prohibirlo. Como ocurrió con el 30S, el correísmo y Pachakutik, el mariateguismo y la Conaie pretenden imponer sobre octubre de 2019 un discurso único y obligatorio. Cabe preguntar dónde está el fascismo. La capacidad de ofenderse dinamita toda posibilidad de debate público.
Un pretexto para invocar a los mecanismos de control
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“Clara muestra de racismo”, dijo el legislador correísta Pabel Muñoz. “Hay una visión racista en lo que están haciendo”, interpretó el académico Hernán Reyes, exfuncionario del aparato de persecución de periodistas durante el gobierno de la Revolución Ciudadana. “¿Periodismo irreverente o racismo informativo?”, se preguntaba la comunicadora radial Giovana Tassi. “Dardos, racismo, noticias”, resumía la periodista Alondra Santiago, que hace parte del equipo de Jimmy Jairala, el dueño del partido que acogió a los correístas. Y no faltó quien acusara a Vivanco y Boscán de “legitimar la supremacía racial”.
Sin embargo, no hubo una palabra en el programa que se pudiera catalogar como racista. Violencia simbólica, sí, todo el tiempo. Insultos, también, de los peores, pero ¿racistas? A Iza lo llamaron “cabrón”, agravio fuerte y plebeyo que podría aplicarse a un ario, a un asiático, a un mestizo o un indígena sin que su significado varíe. Sin embargo, en el Ecuador se ha impuesto una deriva según la cual los agravios se definen no en función de su contenido sino de su destinatario. Según esto, llamar a alguien “imbécil” puede ser racista, machista o nada según el agraviado sea un indígena, una mujer o un hombre mestizo.
“Imbécil” fue, precisamente, lo que el exasambleísta Fausto Cobo le dijo hace un tiempo a la legisladora correísta Marcela Holguín, desatando un largo debate sobre violencia machista en el seno de la Asamblea. También la exvicepresidenta Alejandra Vicuña, destituida bajo cargos de corrupción, pudo refugiarse en su condición de mujer para calificar de machistas a sus acusadores. Tales conductas atentan contra el criterio de igualdad y constituyen, en sí mismas, formas de machismo y de racismo, según el caso, pues descansan sobre la suposición de que mujeres e indígenas merecen tratamientos y protecciones especiales. ¿Hay algo más racista que creer que los indios deben ser tratados como indios? Esto es lo que se reclamó de ‘La Posta’ esta semana.
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Todo lo cual apunta en una sola dirección: estos discursos ofensivos, estas manifestaciones racistas y machistas, estas demostraciones de odio deben ser extirpadas, prohibidas, perseguidas y sancionadas. A sus perpetradores hay que enjuiciarlos, multarlos, probablemente encarcelarlos y, de cualquier manera, silenciarlos. El caso La Posta avivó la nostalgia por la punitiva ley de comunicación correísta que volvió casi imposible el ejercicio del periodismo, convirtiéndolo en un oficio ilegítimo siempre que no se practicara de la forma prescrita por el régimen.
No hace falta decir que a la cabeza de esta reacción se situaron algunos de los artífices de esa ley, los semiólogos de intendencia y funcionarios del aparato de censura que contribuyeron a aplicarla y el propio expresidente prófugo de la justicia, Rafael Correa. Él contribuyó a difundir una lista de las empresas auspiciantes del programa ‘La Posta XXX’ y llamó a boicotearlas. Como presidente, aprendió que el bloqueo publicitario era la mejor manera de controlar a los medios. En ese entonces, bastaba con aplicar la presión del Estado sobre las empresas; ahora requiere de la colaboración de una sociedad policial. No faltaron ciudadanos dispuestos a ayudar.
El debate sobre ‘La Posta’ revivió los fantasmas del autoritarismo dormidos en la sociedad ecuatoriana. Una sociedad demasiado dispuesta a convencerse de que los mundos perfectos, aquellos donde nadie tiene motivos para ofenderse, donde nadie se excede en sus palabras, donde nadie se equivoca, son posibles: nomás hay que dictar las leyes adecuadas y saberlas aplicar durante suficiente tiempo junto con los correctivos necesarios. Y claro que esas sociedades existen. En Cuba, por ejemplo, no hay la más remota posibilidad de que alguien incurra en los desvaríos comunicacionales de ‘La Posta’. Esa sociedad con la que sueñan correístas y mariateguistas es posible: basta con que todo el mundo cierre la boca.