El desafio del impuesto a los combustibles

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, no es el primer político que enfrenta dificultades con los impuestos a los combustibles. A comienzos de 2018 en Brasil, una huelga de camioneros paralizó el país y contribuyó al triunfo del ultraderechista Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales. En 2000, el movimiento Dump the Pump [No usar la bomba] parecía que impediría que Tony Blair alcanzara un segundo período gubernamental. En EE. UU. el tema es tan políticamente tóxico que se ha permitido que la inflación erosione dos quintos del valor del impuesto federal a los combustibles desde la última vez que fue reajustado, hace 25 años. En un momento yo también fui víctima de la ira inspirada por el diésel. Siendo ministro de Hacienda de Chile, hace diez años, intenté cerrar un resquicio legal que permitía a los camioneros recuperar lo que habían pagado en impuestos a los combustibles. Los operadores políticos del gobierno me aseguraron que no cederíamos a la presión, pero su férrea voluntad desapareció en menos de una semana ante el bloqueo de caminos principales con camiones y el desabastecimiento de supermercados. El incremento de los precios de los combustibles, sea producto de una disminución de los subsidios o de un aumento de los impuestos, es difícil de contrarrestar. No debe sorprender entonces que haya gatillado agitación social desde La Paz a Lahore y desde Cairo a Coventry, y ahora en París. Lo que parece nuevo en los episodios recientes es el sentido de ilegitimidad política. Tener que pagar más es suficientemente doloroso, dicen los electores. Desconfiar que las autoridades empleen este dinero de manera beneficiosa añade leña al fuego. En Brasil, durante años, el gigante petrolero Petrobras vendía los combustibles dentro del país a un precio más bajo que el mundial, y sus accionistas (los contribuyentes brasileños son los más importantes) asumían los costos. Esto era de dominio público. Lo que no se sabía era que Petrobras también era sede de uno de los esquemas de corrupción más grandes de la historia. Algunos políticos utilizaban la compañía para contratar a sus amigos y financiar sus campañas; otros, para llenarse los bolsillos propios. Hasta hoy, miles de millones de dólares siguen desaparecidos. En Francia no ha existido un escándalo de corrupción semejante, por lo menos recientemente. Sin embargo, huele un tufillo de ilegitimidad en el loable intento de Macron por realinear los precios de los combustibles. Quizá sea una consecuencia inevitable del pasado del presidente como banquero inversionista, de su estilo imperial y distante o de la decisión de su gobierno de abolir el impuesto al patrimonio como prioridad. Convencer a los electores franceses de clase media de que el alza de los precios de los combustibles en realidad era buena para ellos siempre fue una batalla cuesta arriba. El estilo de Macron y sus errores contribuyeron a hacerla aún más difícil. Lo que pudo haber sido una disputa convencional acerca de impuestos pasó a ser un choque de identidades. ¿Son inevitables estos desenlaces? No creo. Uno puede imaginar a un presidente popular haciendo que el diésel sea todo lo caro que debe ser para impedir que el planeta estalle en llamas y al mismo tiempo obligar a los ricos a costear la parte que les corresponde de los gastos gubernamentales e implementar algunos esquemas de gastos inteligentes que alivianen la carga a la clase media. Se necesita también mucha habilidad política para persuadir a los electores de que el presidente está de su lado. Pero imaginar algo no es lo mismo que esperarlo. Ni ‘Super Macron’ pudo lograrlo.