Economia y socialismo

Ser economista y ser socialista es una imposibilidad teórica, pero autodenominarse economista del SSXXI es una aberración mental. Contrario a lo que algunos piensan, la economía no tiene que ver con hacer dinero y volverse millonario. Su propósito es explicar la conducta humana (y es, como tal, un subconjunto del conjunto de disciplinas que tratan de este tema). No versa sobre la moralidad, que es campo de la ética. Mediante el enunciado de sus principios, advierte sobre las consecuencias de las diferentes opciones que los seres humanos, individual y colectivamente, escogen. Los presupuestos teóricos de la economía son, en la tradición de Kant, sintéticos “a priori”, axiomáticos, e inmanentes a la persona. No requieren demostración ni pruebas matemáticas, y una vez captados por los agentes económicos, jamás se olvidan.

¿Qué tiene que ver todo esto con el socialismo? Pues nada. El socialista se cree capaz de dictar los patrones de conducta de los ciudadanos. Para ello recurre a la planificación, escogiendo con cálculos de cada vez mayor prolijidad, lo que debe ser producido y consumido. Fija los precios por estar supuestamente imbuido de una moralidad e inteligencia superiores. Ignora que cada precio, que es el numerario del valor transado entre el productor y el consumidor de un servicio, es subjetivo y depende de la preferencia y las circunstancias. Desecha la evidencia de que es el precio de mercado, y no el arbitrio del planificador, el “racionador” apto de la oferta y la demanda. Sus cálculos invariablemente terminan en desequilibrios como el de que “es barato, pero no está disponible”; en las colas interminables, y en la limitación de la libertad al restringir el libre albedrío que el mercado permite en cuanto a valor, selección, calidad, modo de pago y oportunidad.

Pero son los del SSXXI los que se llevan el premio a la estulticia por la pobreza de sus argumentos macroeconómicos. Se inflan de emoción para proclamar la necesidad del “Estado fuerte” y nos hacen de inmediato pensar en Venezuela, cuyo Estado es “tan fuerte” que regula hasta la provisión del papel higiénico, y ha procedido a quebrar al país más próspero de la región. Nos dicen que son los promotores de la equidad, ignorando que no hay acto más ignominioso de inequidad que quitarle el empleo a la gente. Son combativos para esquilmar a los contribuyentes a través de impuestos antitécnicos (como lo son los anticipos sobre ingresos no percibidos o la salida de capitales) desechando el hecho de que los impuestos no crean valor agregado. Con cinismo se proclaman defensores de la dolarización, que aborrecen. Desechan financiamiento al 2 % para tomarlo al 8 % en demostración de injustificable estupidez. Proclaman la soberanía, entendida esta como la autonomía en el manejo de los asuntos propios de la nación, y subordinan los intereses del país a los verdaderos explotadores. En pocas palabras, son practicantes de una ideología descerebrada.

Leí hace poco una nota de un siquiatra que diagnosticaba al socialismo como un trastorno mental, por el origen antinatura de su credo. Yo no soy siquiatra, pero sí puedo afirmar que a mi disciplina, la Economía, no se pertenecen.