Ley animal: hable con su chancho
La Asamblea discute un proyecto que atenta contra la economía y trata de imponer una moral a los ecuatorianos
Ganaderos, avicultores, piscicultores, productores cárnicos, industriales, dueños de restaurantes, asaderos, fondas, granjas de todo tipo, campesinos con economías de subsistencia… De seguir las cosas por el rumbo que han tomado, esas serán las nuevas víctimas de la inseguridad jurídica en este país donde los políticos buscan causas fáciles a las que apuntarse para atraer a las urnas a la minoría de moda. Ya se puede caer a pedazos la economía nacional, acosada como está por la inseguridad galopante, el conflicto armado interno, la crisis energética y la falta de incentivos para las inversiones. Mientras nuestros vecinos peruanos, por ejemplo, han logrado ponerse de acuerdo para construir el puerto que concentrará todo el comercio regional del Pacífico Sur, del que nos pasamos hablando cosas tan bonitas durante años pero sin mover un dedo, la Asamblea Nacional parece haber encontrado el tema sobre el que nos mantendrá discutiendo los próximos dos o tres meses: el espectáculo sangriento de los chanchos hornados, la estabilidad psíquica de las gallinas, el sufrimiento de las abejas… La Comisión de Biodiversidad ha abierto el debate sobre la Ley Orgánica para la Promoción, Protección y Defensa de los Derechos de los Animales No Humanos, y el Ecuador entero no sabe si reír o llorar.
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Leer másHay cinco proyectos diferentes sobre el mismo tema llegados a la comisión, pero la atención se concentra en uno de ellos, proveniente de la Defensoría del Pueblo. Más de cuarenta organizaciones animalistas participaron en su elaboración y se supone que ese respaldo le confiere una mayor autoridad, aunque es probable que entre todas ellas no representen a más de un millar de jóvenes urbanitas que, a juzgar por el contenido de su propuesta, no han visto parir una vaca en sus vidas. O trasquilar a una oveja. Su radicalismo se las ha arreglado para redactar una ley de 66 páginas, 80 artículos y 17 disposiciones generales, reformatorias y derogatorias en la que cabe la inquietante cantidad de 182 prohibiciones.
Por supuesto, no todo es malo: entre estas 182 prohibiciones hay muchas que son sensatas y corresponden a las elementales obligaciones éticas de las personas hacia los animales: alimentarlos, no abandonarlos, no causarles dolor innecesario… Pero hay un gran número de ellas que van desde lo pintoresco (no levantarlos por las patas) hasta lo peligroso, por sus implicaciones económicas: no criarlos con el fin de explotar económicamente su pelo, por ejemplo, lo cual eliminaría la lana del mercado de los textiles. No es extraño que sea este último tipo de prohibiciones el que ha acaparado la atención del debate público. Cuando uno las revisa, resulta obvio que sus autores no tienen una pálida idea de lo que hablan.
Se ha comentado mucho sobre la prohibición de exhibir animales faenados, completos o en pedazos, “colgados o cocinados en el espacio público, vitrinas o locales comerciales”. En este país donde los narcos cuelgan los cadáveres de sus víctimas de los puentes, hay quien se preocupa de los chanchos hornados expuestos al filo de la carretera o de los pollos que giran en los asaderos. No está claro (por tratarse de animales muertos) qué clase de maltrato implican estas prácticas. Parece que los autores de la ley se atienen a una confusa idea sobre el espectáculo de la muerte y el supuesto efecto nocivo que produce. Para combatirlo, no dudan en perjudicar a miles de pequeños negocios.
De otra prohibición se ha hablado menos: la de confinar a los animales en cualquier tipo de jaula, cosa que echaría abajo el negocio de los avicultores o les obligaría a implantar tan extremas transformaciones en su sistema de producción que su producto se encarecería hasta niveles prohibitivos. Y hay más prohibiciones desatinadas: cocinar crustáceos vivos (cangrejos, langostas…), lo cual producirá una ola de intoxicaciones a escala nacional; comercializar, importar o producir industrialmente “productos que contengan plumas, carcazas, caparazones, piel, cuero o pelaje” de animales, lo cual producirá pérdidas enormes en la ganadería y en la industria del vestuario; utilizar trampas de pegamento, graciosa medida que llenará de moscas los comederos de carretera; realizar experimentos científicos “que no garanticen el bienestar de los animales”, absurdo que impedirá, entre otras cosas, la investigación sobre enfermedades como el cáncer. ¿No se trata, en muchos casos, de inocular una enfermedad a una rata para documentar su desarrollo? Ya no más: la dignidad intrínseca de la rata está por encima de los probables beneficios que su sacrificio pueda reportar a los seres humanos.
Esta colección de barbaridades se fundamenta en un doble equívoco (filosófico y jurídico) cuya esencia está contenida en la primera frase de la exposición de motivos de la ley: “Los animales no humanos han sido excluidos de la esfera de moralidad y de los sistema jurídicos humanos”. Con respecto a lo último, no hay mayor vuelta que dar: es mentira. Y resulta difícil entender tanta ignorancia. ¿De verdad la Defensoría del Pueblo y los animalistas con los que trabajó piensan que no hay antecedentes jurídicos sobre la materia en la legislación humana? Cierto es que la elaboración de una ley sobre bienestar animal es un mandato de la Corte Constitucional y viene a llenar un vacío. Pero eso no significa que no existan normas para el tratamiento de los animales de consumo, de las mascotas, de la fauna silvestre… La ley Orgánica de Sanidad Agropecuaria ha obligado a ganaderos e industriales a cumplir con una serie de estándares relacionados con el bienestar animal. Muchos de ellos han invertido tiempo y dinero para ajustar sus procesos de producción a esas normativas. Seguramente falta mucho por mejorar, pero el camino para lograrlo no es hacer de las leyes vigentes tabla rasa y obligar a los involucrados en estas actividades económicas a aceptar un sistema filosófico que los pone bajo sospecha. Porque el problema de fondo en este proyecto es eso: filosófico.
El ser humano se ha relacionado con los animales desde el origen de los tiempos. Entró a la pirámide alimenticia por abajo: como presa. ¿No diría un animalista que el tigre dientes de sable tenía derecho a diezmarnos? Tanto como nosotros teníamos derecho a defendernos. Y a ascender, en la medida de nuestras posibilidades, que resultaron infinitas, en la pirámide alimenticia. A velar por la supervivencia de la especie y tratar a las otras especies por lo que son. Porque no, los animales no son “sujetos morales”, como dice infundada y confusamente el proyecto de ley. No lo son porque no eligen cómo comportarse: están sometidos a su instinto y actúan de acuerdo con su naturaleza, que “no ostenta derechos sino que exhibe hechos”, como dice el filósofo español Fernando Savater. El comportamiento de un gato no es ético ni antiético: es gatuno.
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Leer másEl proyecto de ley confunde el deber moral humano de no maltratar a los animales con los supuestos derechos de los animales a no ser maltratados. Pero no, los animales (hay que decirlo incluso bajo el riesgo de cancelación) no tienen derechos. No tienen derechos porque no tienen deberes. Somos los humanos los que tenemos obligaciones hacia ellos. Y esa distinción es importante porque el deber moral de los humanos hacia los animales debe estar basado en el discernimiento: no todos los animales merecen las mismas contemplaciones. Aquí viene la máxima aberración de este proyecto: plantea que “todos los animales no humanos son iguales ante la ley y no podrán ser discriminados por cualquier distinción individual y colectiva”. Edificado sobre esa idea, el proyecto de ley no diferencia entre mascotas y animales de consumo, insectos o primates, invertebrados o mamíferos: todos son titulares de los mismos derechos, empezando por el derecho a la vida: mi perro y sus pulgas, la vaca del campo y sus garrapatas… Todos son “sintientes”, dice el proyecto sin diferenciar niveles de consciencia. Por supuesto, cualquier persona tiene derecho a profesar esa filosofía y actuar en consecuencia. De ahí a imponerla como ley media un abismo. Lo escandaloso es que la Asamblea se encuentre discutiendo qué clase de moral ha de dictar a los ecuatorianos en lugar de crear el marco legal para profesar la propia en libertad. No resulta extraño que los únicos que apoyan a la Asamblea sean los animales.
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