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Manipulación. La bancada correísta salió a defender a Pamela Aguirre, agresora de la fiscal, por supuestamente ser víctima de violencia de género.
Manipulación. La bancada correísta salió a defender a Pamela Aguirre, agresora de la fiscal, por supuestamente ser víctima de violencia de género.Foto: Karina Sotalín/ EXPRESO

El Ecuador no es país para preñadas

El juicio político a la fiscal terminó convertido en una agresión machista. Que un embarazo le diera fin es justicia poética

La semana que empezó con la emboscada a la fiscal Diana Salazar en la Comisión de Fiscalización de la Asamblea, el lunes, y terminó con la suspensión de su juicio político por razones de embarazo, el viernes, estuvo atravesada por un tema dominante: la violencia política de género, guion soterrado de todo cuanto ocurrió e inadvertida razón de ser de su desenlace. 

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Habría sido el momento perfecto para someter ese concepto a análisis y debatirlo. Salvo que, en el Ecuador, el concepto de violencia política de género no se analiza ni se debate. Nomás se invoca. 

Y cuando se invoca, parecería que toda capacidad de análisis se nubla y toda posibilidad de debate se da por superada. Como cuando la bancada correísta proclamó su solidaridad con Pamela Aguirre, situada en el centro de la polémica debido a su vergonzoso comportamiento del lunes, y su compañera Jahiren Noriega dijo de ella que “está siendo blanco no solamente de persecución política, sino también de un ataque mediático que responde a violencia política de género”. 

Extremo de la distorsión y la manipulación de un concepto que debería estar ahí para combatir la discriminación, pero se ha convertido en un salvoconducto para exonerar de sus responsabilidades públicas a las supuestas víctimas.

Competencia por el primado del sufrimiento en la Comisión de Fiscalización. La víspera, la fiscal Diana Salazar, probablemente la mujer más insultada y acosada de nuestra historia, sobre quien pesan un puñado de amenazas de muerte proferidas por mafias que no bromean, había publicado un video en el que reveló que los asesinos de Fernando Villavicencio tenían un contrato para matarla también a ella. Y terminó leyendo algunas de las linduras machistas y racistas (con exclusión de las impublicables) que le dedican en las redes sus enemigos, es decir, aquellos trolls y militantes movilizados y pagados por el partido de Pamela Aguirre

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Ya en la sesión del lunes, no quiso la correísta ser menos que la fiscal, ahí presente, en el inventario de las violencias recibidas. Al fin y al cabo, en la escala de valores de la izquierda identitaria a la que por moda ideológica adscriben ella y su bancada, la condición de víctima es, en sí misma, un carnet de identidad con pedigrí histórico y constituye una forma enfermiza de aristocracia del dolor.

“Este fin de semana -dijo Aguirre, restregándoselo en la cara puerilmente a la fiscal- he recibido más de 1.500 ataques en los cuales se me amenaza con matarme, con golpearme, con arrastrarme, y se me acusa sin ningún sustento de ser parte de una mafia política. También soy mujer, y también soy madre y lo estoy viviendo. Esa violencia de género no puede continuar en este país”.

Y mientras todo esto decía, ya tenía preparada la emboscada contra la fiscal. Con la participación de su acosador, el exasambleísta del correísmo, dirigente de la organización criminal Latin Kings, operador político del narco y prófugo de la justicia, Ronny Aleaga, alias el Ruso, implicado en el caso Metástasis

Los aspectos reglamentarios y procedimentales a los que el correísmo se aferra para defender lo ocurrido no agotan ni mucho menos el problema: puede ser que no exista impedimento para que la presidenta de una Comisión reciba a quien quiera cuando quiera, eso es lo de menos. 

El hecho de que un eventual careo entre Ronny Aleaga y Diana Salazar podía derivar en la obligación de esta última de excusarse como acusadora del caso Metástasis es, sin dudas, lo más grave de este asunto y revela las torcidas intenciones de los conjurados. 

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Pero lo importante, para los fines de este artículo, es la intolerable hipocresía con la que Pamela Aguirre se proclama víctima de violencia política de género mientras tiende una emboscada para exponer a la fiscal a las agresiones de un delincuente. Sororidad mis polainas.

Porque lo de Aleaga contra Salazar es una agresión machista de manual: exhibir la intimidad de una mujer (o inventarla) con el fin de desprestigiarla y menoscabar su imagen pública. Fue ese ejercicio de violencia política de género en toda regla lo que Pamela Aguirre planificó y auspició, con el fin de obtener insumos para alimentar una moción de censura

No es casual que en el nuevo juicio político propuesto por el correísmo, dos días después, la supuesta relación íntima denunciada por el Ruso aparece como acusación hecha y derecha para sustentar el incumplimiento de funciones.

Estaba hecho: conspiración de los agentes políticos del narco, estrategia de corruptos, prófugos y presos, para conseguir su impunidad, el juicio político a la fiscal terminó adoptando la forma de agresión machista auspiciada por operadoras políticas mujeres, lo suficientemente cínicas para jugar a sabiendas la doble carta de la violencia política de género o lo suficientemente estúpidas como para no darse ni cuenta. 

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Operadoras como Pamela Aguirre y Jahiren Noriega, Luisa González y la también prófuga Viviana Bonilla. Que semejante estrategia terminara siendo desmontada y derrotada gracias a la natural simplicidad de un embarazo no deja de ser una graciosa manifestación de justicia poética. 

Al anuncio de la fiscal (que de paso desmontó la chismografía barata del Ruso sin siquiera nombrarlo) siguió la reacción indignada de varias correístas con el cuento de que la persecución no les impidió llevar a buen término sus embarazos. Esto ocurrió el viernes. Y ese mismo día, la feliz coincidencia de la decisión judicial que ordenó una reparación integral para Carolina Llanos les cerró la boca. 

Carolina Llanos, la esposa de Galo Lara, a quienes el gobierno correísta, en el que probablemente sea el más aborrecible de sus actos de despotismo y abuso del poder, montó un falso caso de asesinato, humilló, abusó y condenó a prisión injustamente. A ella la golpearon tan salvajemente que perdió el hijo que estaba esperando. Que vengan Jahiren Noriega, Pamela Aguirre y Luisa González a dar lecciones de violencia política de género.

Queda flotando una inquietante moraleja: la que se desprende de la reacción de la Asamblea Nacional ante el anuncio de embarazo de la fiscal Diana Salazar. De inmediato el presidente Henry Kronfle grabó unas declaraciones públicas para expresar su preocupación y convocó a una reunión del Consejo de Administración Legislativa. 

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Ahí, la mayoría de los bloques (con la predecible abstención de las dos vocales correístas, que tampoco se atrevieron a votar en contra), se resolvió posponer el juicio de la fiscal hasta que supere su condición actual. 

La opinión pública respaldó casi unánimemente (otra vez: con la excepción de las ex embarazadas correístas) esta decisión. Existe, pues, un acuerdo tácito en el país que nadie parece atreverse a volver explícito: el acuerdo, comprensible dado el componente de inexcusable violencia machista del juicio político, de que la política nacional, cuyo epicentro es la Asamblea, con su juego sucio, su hipocresía, su inclemencia y, claro está, con su violencia política de género, no es apta para mujeres embarazadas. 

Parafraseando el célebre título de la película de los hermanos Cohen: “No country for pregnant women” (No hay país para embarazadas). Es un consenso nacional.

Lo que la ley dice

En el ordenamiento legal ecuatoriano, la violencia política de género aparece tipificada únicamente como infracción electoral en la Ley Orgánica Electoral. Un absurdo que ha llevado casos que nada tienen que ver con las elecciones ante el Tribunal de lo Contencioso Electoral. 

En todo caso, la definición de la infracción, en lo que tiene que ver con los abusos de la libertad de expresión, establece un requisito básico para que una agresión verbal sea considerada “violencia política de género”. 

A saber: la inclusión de estereotipos de género. Es decir: prejuicios (ideas preconcebidas aceptadas por un grupo, que para el caso puede ser la sociedad entera) sobre lo que debe ser el comportamiento de las mujeres. Una agresión que sea aplicable por igual a hombres y mujeres, no es violencia de género.

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