Escribir con el censor detras del hombro
En la sala no quedaba vacía ni una sola de las 300 sillas que habían sido colocadas. También estaban llenos los pasillos y el suelo de quienes aguardan oirlo, así fuera de pie.
John Coetzee salió al escenario en medio de estruendosos aplausos.
En la sala no quedaba vacía ni una sola de las 300 sillas que habían sido colocadas. También estaban llenos los pasillos y el suelo de quienes aguardan oirlo, así fuera de pie.
Este agradeció al público que llegó hasta el salón Eloy Alfaro del Centro de Convenciones en un oxidado español.
Dijo estar feliz de visitar el país que había acogido a Julian Assange, fundador de Wikileaks que se encuentra refugiado en la embajada de Londres.
En medio de los silencios incómodos y unos cuantos aplausos repartidos, este empezó su charla magistral, que discutiría, justamente, la censura.
El autor inició con una anécdota. Contó cómo, al mudarse a Australia desde su país natal, sus colegas le aconsejaron aplicar para una beca de las artes, que le permitiría mantenerse mientras escribía. No podía con el asombro.
“Teníamos un gobierno que servía de traba para los escritores...La censura era simplemente un hecho de vida. Como escritor, uno estaba feliz cuando el Estado no se interesaba por tu trabajo”, indicó.
De ahí, el escritor pasó a describir el estado de censura en Sudáfrica, que vivía, en ese entonces, el apartheid.
“En español, ‘ignorar’ tiene dos significados: no saber algo, o no hacerle caso a algo o a alguien. En inglés, el significado de esta palabra es solo el último. No se puede no saber a quién se ignora...El censor era una presencia silenciosa, un visitante indeseado mirando sobre tu hombro”.
Coetzee se refirió a la censura en Sudáfrica, indicando que esta se concentraba, sobre todo en el control de la ideología política y en la conservación de la moralidad sexual y que obligaba a los autores a leer cuidadosamente sus páginas y a autocensurarse.
Años después de la elección de un gobierno democrático, el autor contó, tuvo la oportunidad de ver los documentos de los censores que habían calificado sus obras.
Se vio sorprendido al descubrir que quienes revisaron y aprobaron tres de sus novelas, ‘La vida y época de Michael K’, ‘Esperando a los bárbaros’ y ‘En ninguna parte’, eran colegas, familiares de amigos, que a su vez habían dado el visto bueno sabiendo que estas no eran tan inofensivas al régimen como parecían.
“El imaginario popular concibe al censor como un burócrata que cumple con un trabajo con el fin de destruir. Mis sensores no se parecían a ese estereotipo. Eran educados, muchos de ellos tenían relación con los autores cuyos trabajos censuraban, todos eran parte de la pequeña comunidad intelectual de Capetown. Estaba muy sorprendido”.
Pasó a decir que, probablemente, en el mundo, la censura funciona de esta manera, liderada por gente educada que “se ve a sí misma como una persona decente que protege el orden social, o la verdadera literatura” y que tuvieron con él esta indulgencia porque pertenecía a su misma clase social y no era un autor que apelaba a las masas.
Calificó a los funcionarios de ingenuos, indicando que “los libros o las obras de arte afectan el curso de la historia de formas múltiples, sutiles y usualmente indirectas”.
Coetzee concluyó su ponencia diciendo que, pese al paso de los años, el espíritu de la censura “no ha muerto”, y que el mundo anglosajón no se escapa de él, así los temas que hoy se censuren sean otros.