
Esmeraldas tiembla de miedo: Relatos de una ciudad golpeada por el sismo
Esmeraldas, sacudida por un sismo de 6.0, enfrenta una nueva tragedia
Eran las 6:44 de la mañana del viernes 25 de abril cuando la tierra habló con furia. Una sacudida violenta, como una ola subterránea imparable, se coló por debajo de las camas, rompió el silencio de los que aún dormían y desató una pesadilla en la ciudad de Esmeraldas. En solo unos segundos, el sismo de magnitud 6.0 no solo derrumbó paredes: abrió una grieta profunda en el ánimo de una población que, nueve años después del terremoto de 2016, vuelve a enfrentarse al miedo, al polvo y a la incertidumbre.
El coliseo Ricardo Plaza fue uno de los primeros en ceder ante el poder de la naturaleza. Una estructura que alguna vez fue símbolo de encuentro deportivo y vida comunitaria, hoy yace destruida, como un símbolo amargo de lo que dejó esta nueva tragedia. Pero la devastación no quedó ahí.
Una ciudad despertada por el terror
“No podíamos abrir la puerta… las paredes crujían, el suelo se movía como si estuviéramos sobre el mar,” relata con la voz temblorosa doña Carmen Cañola, quien vive en el centro de Esmeraldas. Junto a ella, sus nietos lloraban mientras salían descalzos a la calle, aún en pijama. “El tercer piso se vino abajo. Lo de la vecina también. ¡Mire cómo estamos!”, exclama, señalando con la mano temblorosa las ruinas a su alrededor. Sus ojos se llenan de lágrimas, no solo por lo perdido, sino por lo incierto de lo que viene.
Las calles están llenas de polvo y basura. En cada esquina, hay montones de escombros y fragmentos de vidas destrozadas: un televisor roto, fotos familiares cubiertas de tierra, pedazos de lo que hasta hace unas horas era el techo de un hogar.
En el balneario Las Palmas, la familia Preciado vivió el drama al borde del colapso. “Mi esposa quedó atrapada en el cuarto. Las puertas se atoraron, se nos vino todo encima”, cuenta Adán Mina, mientras carga en brazos a su hija menor, aún aferrada a un osito de peluche. “Pensé que no saldríamos vivos”.
Los gritos se mezclaron con el estruendo de las paredes cayendo. Los niños, aterrados, corrieron en busca de sus padres. Algunos ancianos tuvieron que ser cargados por vecinos para ser puestos a salvo.
Es imposible no recordar aquella madrugada del 16 de abril de 2016. “Esto es igual o peor”, dice Rosa Estupiñán, otra damnificada que vive en el barrio El Potosí. “Justo nueve años después... ya no es solo un temblor, es un trauma que se reactiva.” Para muchos esmeraldeños, el suelo no ha dejado de temblar desde entonces, al menos en su memoria.
Hoy, las secuelas son visibles en los rostros de la gente. El miedo es tan palpable como el polvo que cubre los zapatos. En cada mirada hay desesperanza, rabia, impotencia. “¿Y ahora qué?”, preguntan. “¿Quién va a ayudarnos esta vez?”
Sin casa, sin rumbo
En los barrios altos, las casas de caña y madera fueron las más afectadas. Muchas se desplomaron por completo. Otras están cuarteadas, peligrosas. Inhabitables. Las familias que vivían allí ahora deberán dormir en la calle, debajo de techos improvisados con plásticos y sábanas o en casa de vecinos bondadosos.
“No tengo a dónde ir”, dice don Mario Quezada, un obrero de la construcción que perdió su casa y todo lo que tenía dentro. “He trabajado toda mi vida para tener ese techo. Ahora solo me queda la ropa que llevo puesta".
Él y su familia se encuentran frente a lo que era su hogar. A su lado, un perro gime entre los escombros, como si también supiera que lo han perdido todo.
La unidad educativa Margarita Cortés, en pleno centro de la ciudad, no escapó a la furia del sismo. Parte de sus paredes colapsaron, dejando a la vista salones destruidos, pupitres retorcidos, libros cubiertos de escombros. “Los docentes llegaron llorando”, relata un testigo. “Esta escuela no está en condiciones de recibir a nadie. ¿Dónde van a estudiar nuestros hijos ahora?”, se lamenta una madre de familia que pasaba a esa hora por el sitio.
Las autoridades aún no han dado una respuesta clara. El COE cantonal fue convocado de urgencia, pero mientras los informes oficiales llegan, la angustia crece.
La comunidad espera. Espera carpas, comida, atención médica. Espera ser escuchada. “Queremos que el gobierno, el Municipio y la Prefectura vengan, que caminen con nosotros, que vea con sus propios ojos la destrucción”, grita una mujer mientras reparte botellas de agua a los vecinos.
Más historias dramáticas y de dolor
Los vecinos del barrio Potosí, en el centro de la ciudad, despertaron sobresaltados al sentir que sus casas se sacudían violentamente. Algunos lograron salir a tiempo, otros quedaron atrapados entre los escombros.
"Del susto, salimos corriendo cuando al rato todo se empezó a mover. Entonces miramos a correr y mi marido se cayó cuando le cayó una plancha de cemento de arriba, pero gracias a Dios no le pasó nada grave", relata entre lágrimas doña Juana Mosquera, una humilde anciana que vive en una precaria vivienda de madera y caña.
Su esposo, don Mario Chango, quedó atrapado cuando la pesada losa de concreto se desprendió de la casa vecina y cayó justo sobre la cama donde él dormía. "Venga, aquí está mi marido, gracias a Dios le falló, pero quedó atrapado cuando no le aplastó", dice doña Juana aliviada, mientras los vecinos ayudan a sacar a don Mario de entre los escombros.
A pocas cuadras, en el sector de La Mina, otra familia también fue víctima de la furia del sismo. La vivienda de adobe y madera de don Raúl y doña Rosario se vino abajo por completo, dejándolos sin hogar. "Dormíamos los tres cuando de repente todo comenzó a temblar. Salimos corriendo, pero la casa se nos cayó encima", relata don Raúl, aún con el rostro desencajado por el susto.
Afortunadamente, ni él, ni su esposa, ni su nieto resultaron heridos. "Gracias a Dios estamos con vida, pero ahora no tenemos dónde vivir. Todo se nos destruyó", lamenta doña Rosario, abrazando a su pequeño nieto, que mira con ojos llorosos los restos de lo que alguna vez fue su hogar.
En el barrio San José Obrero, la situación no es mejor. Allí, el fuerte sismo agrietó las paredes de la humilde vivienda de don Jacinto y doña Juana, matrimonio de la tercera edad que vive en una pequeña casa de caña y madera. "Cuando comenzó a temblar, salimos corriendo porque pensamos que se nos iba a caer encima. Ahora no sabemos qué hacer, nuestra casita quedó toda dañada", cuenta don Jacinto, visiblemente angustiado.
A pocos metros, en el tradicional sector del Malecón, donde funciona un taller de carpintería, la escena es desoladora. La estructura del techo se vino abajo, aplastando las máquinas y herramientas que allí se guardaban. "Todo se nos fue al suelo, las máquinas, el techo, todo. Ahora no tenemos dónde trabajar ni cómo generar ingresos", lamenta don Ernesto Péña, el dueño del taller.
"Yo soy un hombre de 73 años, no tengo ningún recurso, no tengo trabajo, no soy afiliado, no me dan nada. Y lo poquito que tenía, en mi estado, se me destruyó todo, todo. Ahora no tengo nada, ando implorando a la gente que me ayude", cuenta don Jacinto, un anciano que vivía en una pequeña vivienda de caña y madera, la cual quedó totalmente destrozada.
A pocas cuadras, en el sector de La Mina, don Raúl y doña Rosario también observan con tristeza los restos de su hogar. "Toda nuestra vida estaba aquí, nuestras cosas, nuestros recuerdos. Ahora no tenemos nada, pero lo importante es que estamos bien", dice doña Rosario, abrazando a su pequeño nieto.
Las Fuerzas Armadas han llegado para vigilar las zonas más afectadas, alertando sobre posibles réplicas. Pero eso no basta. “El miedo no se va con soldados. Necesitamos ayuda real”, dice uno de los vecinos que ha improvisado un albergue con vecinos del barrio.
En Esmeraldas, este viernes no fue un día cualquiera. Fue un día que partió la vida en dos. Muchos despertaron con una casa; ahora pasan las horas bajo el cielo abierto. Muchos tenían un futuro planificado; ahora lo que reina es la incertidumbre. Entre las grietas de los edificios también se cuelan las historias rotas de cientos de familias.
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