Vandalismo. Grupos de vándalos aprovecharon el camuflaje de la movilización de los indígenas para provocar el caos en Quito.

La estrategia del terror sometio Quito

La violencia se regó por toda la capital. Hordas de manifestantes armados patrullaron los barrios imponiendo su ley.

La pesadilla se hizo realidad. Las escenas de los colectivos chavistas aterrorizando a la población de Caracas, dueños absolutos de las calles, saqueando y vandalizando, se trasladaron ayer a Quito. Fue una jornada de terror. La violencia, que se había concentrado en los sitios tradicionales de las manifestaciones (el casco colonial, las inmediaciones de la Asamblea, ciertas vías estratégicas...) se regó ayer por toda la ciudad. Hordas de militantes y mercenarios, armados con palos y piedras, patrullaron los barrios en furgonetas y camiones, rompieron vidrios, golpearon vehículos, atracaron tiendas, gasolineras y micromercados, lanzaron neumáticos en llamas desde los puentes a los carros que circulaban por debajo, intentaron asaltar las fuentes del agua potable y amenazaron a la ciudad con privarla de ese servicio, invadieron un hospital en Carcelén, destruyeron infraestructura pública, veredas, paradas de buses, postes, semáforos, tumbaron árboles, lanzaron bombas molotov y dispararon petardos con armas de fabricación casera...

Y en el epicentro del apocalipsis, el edificio de la Contraloría General del Estado, secreto objetivo de la revuelta, ardía en llamas luego de haber sido saqueado y destrozado. Varios kilómetros al norte, prendieron fuego a las antenas de Teleamazonas. Luego marcharon hacia Ecuavisa. Solo el estado de queda y la militarización de la ciudad los detuvo.

Y mientras el terror se apoderaba de Quito y se multiplicaban los llamados a la paz provenientes de todos los sectores de la sociedad y de la política, el dirigente correísta Virgilio Hernández arengaba a los suyos desde su cuenta de Twitter para radicalizar la protesta. “#GeneralizarLaLucha”, etiquetó, “para evitar que la represión se concentre en El Arbolito”. O sea: abrir más frentes. Conformar juntas populares, convocar a los comités barriales y salir a la calle. Columnas de humo se levantaban desde todos lados y él, pequeño y sangriento Robespierre falto de lecturas, pedía más.

Fue entonces cuando Salvador Quishpe, dirigente histórico de Ecuarunari, estalló al fin. La víspera, él había entregado a un representante de la ONU una propuesta de diálogo firmada por el propio presidente de la Conaie pero, casi de inmediato y contra toda lógica, fue desmentido y desautorizado por la dirigencia. Ayer, ante los micrófonos de FM Mundo, dio rienda suelta a su descontento: “A esta altura del tiempo -dijo- me temo que la movilización no está bajo el control del movimiento indígena, está bajo el control del correísmo”. Y mencionó nombres. Habló de los integrantes del colectivo Mariátegui, universitarios talibanes que, durante el gobierno anterior, fueron comprados con cargos públicos para servir como fuerzas de choque. Mencionó al decano de Comunicación de la Universidad Central. Dijo que hubo presiones. Dijo que hubo dinero.

La declaración de Quishpe vino a confirmar, por primera vez desde una fuente interna, lo que se sabe desde el día 1: que este es un intento de golpe de Estado correísta. El primer indicio fue la inaudita velocidad con que se montó la cosa. Porque un levantamiento indígena es un proceso demorado que implica un complejo mecanismo de toma de decisiones en las comunidades y una ardua tarea de levantamiento de fondos y de organización logística. Hasta dos meses ha tardado la Conaie en otras ocasiones para organizar una marcha hacia Quito. Esta, por lo visto, estaba preparada. El segundo indicio fueron los saqueos de empresas florícolas y lecheras al sur de la capital, un hecho inédito en la historia reciente de las movilizaciones indígenas. El tercero, el intento de asalto al edificio de la Contraloría, el lunes, que dejó perfectamente claros cuáles eran los móviles reales de la revuelta.

Lo que ocurrió ayer fue el desenlace de este libreto. Las hordas de violentos tomaron el control. Quito constató al fin en qué consiste el trabajo de bases del correísmo: en el empoderamiento de lumpen proletarios para servir de fuerzas de choque y aplicar la estrategia del terror. Los que recibieron entrenamiento militar a cargo de Rodrigo Collahuazo para repeler manifestaciones (porque el correísmo entrenó civiles para reprimir civiles); los que organizó y azuzó Ricardo Patiño en un constante trabajo de años... El Ecuador temía y sospechaba de su existencia. Ayer, finalmente, salieron a la luz en un estallido de furia. Y sometieron Quito.

No sirvió que la Conaie, a través de distintos comunicados, tomara distancia de las pretensiones correístas y se desligara de los hechos de violencia cuando, en la práctica, les servía de soporte. Y con la Conaie, una multitud de militantes, académicos, intelectuales de izquierda; medios de comunicación comunitarios; organismos de derechos humanos que, al servicio de organizaciones y actores políticos, han perdido todo sentido de la neutralidad y han contribuido a desprestigiar y comprometer la gran causa de los derechos humanos, que es la causa de la democracia. Todos ellos llevaron el enfrentamiento a las redes sociales, a la comunicación alternativa, y jugaron en este episodio trágico un papel preponderante: difundiendo noticias falsas para exacerbar los ánimos; armando la palabra y manipulando el lenguaje hasta extremos en que toda posibilidad de interlocución se volvió imposible, cerrando los ojos ante la violencia callejera y cargando las tintas en la represión del Gobierno contra un supuesto pueblo indefenso y desvalido.

¿Excesos policiales? Los hubo y fueron documentados hasta el hartazgo, en particular los casos de detenciones violentas en las que los miembros de la fuerza pública continuaban golpeando con brutalidad a personas que ya se habían rendido, levantaban los brazos o se tendían en el suelo y no ofrecían resistencia al arresto. Un procedimiento intolerable que la ministra María Paula Romo venía justificando desde hacía meses. Y lo peor: los inexplicables ataques a los centros de acogida que servían de refugio a mujeres y niños indígenas que llegaron (porque las movilizaciones indígenas son así) acompañando a los marchantes. El martes, el desalojo del parque El Arbolito con una inusitada cantidad de gases lacrimógenos fue brutal, fue innecesario y fue inédito. El miércoles, el ataque a las universidades trajo más de lo mismo.

Pero de ahí a centrar los focos en esa represión cuando el país y la ciudad asisten a la aplicación sistemática de una estrategia política basada en el terror y en la violencia, hay una gran distancia mediada por la miopía política, la militancia ciega, la ingenuidad o el oportunismo. Más aún considerando la permisividad que demostró la fuerza pública en algunos episodios. Porque en ningún país del mundo una multitud de manifestantes es capaz de entrar a saco en la sede la Asamblea Nacional, en medio de un estado de excepción, para colmo, sin que el Ejército o la Policía disparen un solo tiro. Y eso ocurrió el martes. Y cuando finalmente fueron repelidos y desalojados, como tenía que ser, con gases lacrimógenos y uso de fuerza persuasiva (ninguna víctima se reportó de esa jornada), los medios de comunicación militantes, los activistas de derechos humanos, los intelectuales de Twitter, clamaban a los cielos: “Represión, represión, horror, horror”. Una victimización gratuita (pero rentable) y una incomprensión absoluta de cómo funcionan las cosas en un Estado de derecho, en el cual, si la fuerza pública detenta el monopolio de la violencia, es para ejercerla. Y si un manifestante lanza piedras o dispara petardos, tiene que estar dispuesto a salir averiado. Y sin quejarse. “Masacre en Quito”, “Nos están matando”... Las muletillas y etiquetas utilizadas por los militantes en las redes sociales no solo eran incendiarias sino mentirosas.

Y ese es el panorama que el país tiene por delante: un lumpen proletariado violento y empoderado que ya probó la gloria de tomarse una capital. Una militancia urbana dispuesta a cerrar los ojos y avalar cualquier barbarie mientras sea en servicio de su causa. Un aparato organizacional de defensoría de derechos humanos sin la menor credibilidad. Un “periodismo militante”, si tal cosa es posible, posicionado y fanático. Esta crisis se superará. Pero ese grado de descomposición de la izquierda ecuatoriana seguirá pesando sobre el futuro.

Revelación

Salvador Quishpe estalló al fin: “A esta altura -dijo- me temo que la movilización ya no está bajo el control del movimiento indígena, está bajo el control del correísmo”.

Utilizados

No sirvió de mucho que la Conaie, en sus comunicados, tomara distancia de las pretensiones y la violencia correístas cuando, en la práctica, les ha servido de soporte.