Garzón: pop star de la izquierda exquisita
El juez español fue la estrella del foro en Santiago. Fueron anunciados, pero no llegaron, Dilma Rousseff y Evo Morales
“Baltasar, Baltasar, a Piñera hay que encerrar!” “¡Garzón, Garzón, llévate al weón!”. Nada se compara con la idolatría que la izquierda chilena profesa por el juez español que atrapó al más rastrero de los dictadores, Augusto Pinochet. Eso fue en 1998. Desde entonces, muchas cosas ocurrieron. Baltasar Garzón fue inhabilitado por once años por el delito de prevaricación en el caso Gurtel. De eso, aquí, nadie se acuerda. También se lo habría podido cuestionar por incurrir en conflicto de intereses cuando asumió la defensa de Julian Assange en un caso que involucraba al gobierno de Rafael Correa, para el cual trabajaba. De eso, aquí, nadie se da cuenta. Y él, con mucha jeta, admite las dos cosas: que defendió a Assange y trabajó para Correa.
Hoy lo sigue haciendo. La conformación de un equipo de abogados internacionales, con Garzón a la cabeza, para defender a quienes consideran víctimas del ‘lawfare’ en América Latina (Lula, Correa, Evo Morales…) fue una de las revelaciones más interesantes del Foro Latinoamericano de Derechos Humanos (Foladh) que, con los auspicios de la izquierda radical, se acaba de cumplir en Santiago de Chile. No llegó Dilma Rousseff: estaba anunciada pero mandó un video; tampoco vino Evo Morales: constaba en los carteles pero no apareció y nadie dio explicaciones; ni siquiera estuvo Rafael Correa. A Garzón, pues le cupo el privilegio de ser la estrella solitaria del encuentro, cosa que disfrutó haciéndose aplaudir a cada paso, a cada frase, a cada movimiento. Así, por ejemplo, cuando dijo: “Defiendo a Rafael Correa y a Evo Morales, por si alguien no lo sabe, y lo digo muy alto”. Como si hubiera necesidad de decirlo bajo, en medio de semejante compañía.
Entra Garzón en la magnífica sala del antiguo Senado de la República, donde tienen lugar las conferencias, y los presentes lo reciben como a una estrella. Él brilla entre la desarrapada informalidad del izquierdoso promedio. El corte de pelo, perfecto: ni un solo cabello se rebela al orden implacable de su estilista. El rostro, afeitado al ras, mantiene milagrosamente su frescura en la cargada atmósfera de 37 grados centígrados del verano santiaguino. El traje gris, impecable, sin una arruga. Había llegado con una corbata de color violeta feminista, cosa que no puede ser casual, como nada en él, pero se la sacó inadvertidamente antes de entrar, en un calculado guiño de complicidad. Todo en él es perfecto, todo en él es producido. Y aún no abre la boca.
Finalmente, se hace el silencio. Garzón va a hablar. En un gesto de modestia rayana en la mojigatería, empieza por admitir “La pequeña contribución -y hace un gesto diminuto con el pulgar y el índice- que pude hacer a la lucha contra la impunidad”. Se refiere al caso Pinochet, por supuesto, y el público estalla.
Un acabado y prolijo producto del mercadeo ideológico no podía producir un discurso que no apuntalara con claridad una potente “idea-fuerza”, como dicen los publicistas. En su caso, se trata del leitmotiv “no lo podemos permitir”, seguido del adverbio “nuevamente” o sus sucedáneos. Garzón no para de repetir esta frase cuando habla de la represión a los manifestantes chilenos: “No podemos permitir que campee nuevamente la violencia del Estado”; “no podemos permitir que se instale la impunidad de nuevo”; “no podemos permitir que estas cosas vuelvan a suceder”… A los jóvenes que no vivieron la dictadura y no saben lo que es fascismo en serio (y de ellos está llena la sala), Garzón les alienta, con la complicidad de sociólogos y políticos viejos, a pensar que el gobierno de Piñera es una reedición de lo que vivió Chile en los setenta.
Garzón manipula al público que lo ama. “A donde voy -dice- los chilenos me preguntan: doctor, ¿podemos ir contra Piñera a nivel internacional?”. Hace una pausa para que lo aplaudan y lo aclamen. “¡Baltasar, Baltasar, a Piñera hay que encerrar!” “¡Garzón, Garzón, llévate al weón!”. Y luego sigue: “¿Veis? Esta es la reacción que buscaba”. Y procede a explicar cómo la frustración por las carencias del Derecho solo se cura con la esperanza que ofrece el propio Derecho. O sea: él. Y concluye: “Porque el Derecho sirve para todo”. Por ejemplo: para brillar.
Pero no para recordar. Cuando se trata del Ecuador, país del que habla mucho, la memoria le falla. En enero de 2016 él asistió, desde el palco presidencial del Teatro Sucre de Quito, a la posesión de la Corte Nacional que Rafael Correa, con su complicidad, se fabricó a la medida cuando decidió “meter la mano en la justicia”. En su discurso de orden, Correa instruyó a sus nuevos jueces sobre cómo proceder en el juicio contra diario El Universo: “Créanme que no hablo por intereses propios -mintió- cuando digo que aquí tenemos uno de los grandes desafíos de la nueva Corte y el nuevo Ecuador: que el verdadero Estado de Derecho se imponga al Estado de opinión, que no sean los medios nuestra corte nacional. Sería una inmensa decepción”. Aplaudió con ganas Garzón, quizá porque no entendía nada.
Ahora, ante el público chileno que sobre el proceso de control de la justicia en el Estado correísta lo ignora todo, relata Garzón cómo Correa le pidió dirigir la veeduría internacional del proceso de selección de los nuevos jueces (que dio lugar a tantas irregularidades documentadas) y él le respondió: “Lo único que te pido es que no interfieras”. Y no lo hizo, cuenta. “Propusimos cien recomendaciones y todas fueron acogidas”. Impecable, según él, fue la “metida de mano en la justicia”. Su popularidad manda sobre su memoria.
Ya se va Garzón. Ha sido aclamado, ovacionado, adorado por los fieles, y ahora se toma dos minutos para contar la del estribo: una anécdota ya vieja de Eduardo Galeano y el cineasta argentino Fernando Birri que él se atribuye haber presenciado en Cartagena (“de Indias”, especifica). “Maestro -preguntó Galeano a Birri- ¿para qué sirve la utopía?”. “Siempre me pregunto lo mismo”, dice Garzón que dijo Birri: “la utopía es algo que está en el horizonte; si caminamos diez pasos, se aleja diez pasos. ¿Para qué sirve? Para eso: para caminar”. El público, claro, ya conocía el desenlace pero se desgañita aplaudiendo como si acabara de oír la gran novedad. Y la novedad, aquí, sería contar la versión checoslovaca de esa misma historia, un chiste que circulaba por allá en tiempos de la guerra fría: “-Juanito, ¿qué cosa es el socialismo? -Es el horizonte luminoso hacia el que caminan todos los pueblos de la Tierra, señorita. -¿Y qué cosa es el horizonte? -Es una línea imaginaria que se aleja en la medida en que creemos acercarnos a ella”.
Una última sorpresa tenía reservada el juez para su fanaticada: su visita relámpago al epicentro de las manifestaciones, la Plaza Italia. Bueno, así por lo menos salió en los titulares, pero la verdad es que no pasó de la Universidad Católica, a unas seis cuadras de distancia, donde lo detuvieron los gases lacrimógenos. Aún así, los aguerridos jóvenes de la “primera fila” (un grupo de militantes radicales con el rostro cubierto por máscaras, gafas y capuchas) se encontraban junto a él para protegerlo.
Había cambiado Garzón el impecable traje gris por una informal camisa azul de manga corta, que le confería la pinta de misionero mormón entre los zulúes. Se había encasquetado un ridículo protector de ciclista color verde perico en la cabeza, del que se despojó en cuanto advirtió la presencia de las cámaras, y corrió nerviosa y torpemente en busca de refugio cuando un vehículo blindado pasó por el carril del frente. Una decena de escudos se tendieron para cubrirlo de una amenaza inexistente. Ahí estaba el juez, rodeado de enmascarados, agazapado tras el escudo negro pintado con una calavera de pirata. Luego abrazó a los jóvenes, se fotografió con ellos y partió con rumbo al aeropuerto. Fin de visita. Fueron tres días agotadores llenos de compromisos y obligaciones oficiales. Pero esa última foto, la de la barricada, valió la pena.
Evaluación internacional
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) comenzó el domingo su misión de observación sobre el terreno de las protestas en Chile, cuando se cumplían 100 días desde el inicio de la revuelta social en este país, que deja hasta el momento al menos 27 fallecidos, y miles de detenidos y heridos. El descontento continúa.