Procesados. Carlos Villamarín (izquierda) habla con su abogado y Ricardo Rivera, tío de Jorge Glas, mira con desconfianza al fiscal  Baca Mancheno.

A Glas le espera una maraton

Al vicepresidente Jorge Glas el estrés se le congeló en el gesto. Y en este primer día del juicio levantado en su contra no faltaron motivos para agravarlo.

Los demás llegaron esposados, sujetos los brazos por guías penitenciarios o policías de los grupos especiales. Él, con las manos libres. Algunos, entre ellos su tío, vestían el tradicional naranja carcelario que visiblemente los incomoda y avergüenza. Él, impecable, llegó de terno azul y corbata celeste, con paso desenvuelto y una seguridad que desmentía su rostro, amargo y tieso. Al vicepresidente Jorge Glas el estrés se le congeló en el gesto. Y en este primer día del juicio levantado en su contra no faltaron motivos para agravarlo.

Afuera, en la entrada del edificio de la Corte Nacional, flanqueado de policías antidisturbios que custodiaban un doble parapeto de malla metálica y convertían la sede judicial en un búnker inaccesible, un puñado de incondicionales con carteles y banderas lo esperaba para aclamarlo. Adentro, en el octavo piso, ante las siluetas de los jueces dibujadas a contraluz frente al ventanal, un público mayoritariamente adverso lo hostigaba, le abucheaba y le gritaba de todo. Solo su tío, Ricardo Rivera, al otro extremo de la mesa donde sentaron a los procesados, lo saludó con combativo puño en alto.

“Sin-ver-güen-za”, vocalizó claramente en voz bajita una señora, mirándole a los ojos desde la primera fila. “¿Cómo? ¿Qué?”, se interesó Glas, inclinándose hacia atrás para escuchar mejor. “Sin-ver-güen-za”, repitió la señora abriendo más los labios. Y él, que no ha perdido los arrestos para enzarzarse en riñas y encajar amenazas, le respondió, demudado, con el dedo en alto y dos centellas en los ojos: “¡Te reto!”. Intenta y no puede aparentar serenidad el vicepresidente. Se esfuerza. Pero le pinchan y salta.

A la entrada, una breve declaración para las cámaras que a minuto seguido serán desalojadas: que es inocente, que este juicio es una renuncia “a la soberanía nacional”, que no hay pruebas en su contra... “Aquí estoy, sometiéndome a un sistema de justicia, donde algunos actores se están sometiendo al poder político”.

Las (según Glas) inexistentes pruebas en contra suya y de los otros ocho procesados se amontonaban en medio del estrado, frente al fiscal Carlos Baca Mancheno, sentado a la derecha de los jueces entre un ejército de asistentes. Eran una treintena de cajas de cartón y paquetes plásticos que preludiaban una interminable jornada de exhibición de evidencias de su parte.

Pero antes, la exposición de la teoría del caso, que se tomó toda la mañana. Y aún antes, una intervención solicitada por el abogado del vicepresidente, Franco Loor, para averiguar por la suerte de la impugnación que presentó la víspera a dos de los tres jueces que tenía por delante. “No se encuentra la documentación”, anunció la secretaria. “A mí no me ha llegado nada”, confirmó Richard Villagómez, el único de los tres jueces que no fue impugnado. A Loor no le quedó otra que apechugar ante lo imprevisto.

Quizá por eso, visiblemente picado, cometió la inconveniencia de interrumpir a Baca Mancheno para contradecirlo y pelear a gritos cuando este exponía la teoría de su caso. “Estamos en una audiencia judicial y no en un mercado ni en una plaza pública”, lo mandó a callar el fiscal. Y el juez lo llamó al orden.

Baca, los abogados de Procuraduría y la representante del acusador particular, César Montúfar, prometieron demostrar en este juicio la participación de Glas y los otros procesados en la trama de corrupción montada por Odebrecht; que recibieron y distribuyeron sobornos, que cometieron cohecho, concusión, peculado y lavado de activos... Que se enriquecieron con dinero público. A Jorge Glas, sentado en la mesa central de los acusados con su rictus de amargura congelada, le espera una maratón.