Habia una vez

Había una vez un reino muy lejano, tan lejano, que para llegar a él había que transportarse en toda clase de artefactos voladores: globos aerostáticos, aviones presidenciales, narcoavionetas y una que otra cometa. El reino abarcaba un inmenso territorio, tan inmenso, que estaba dividido en tres comarcas. En cada una había un rey, un castillo con un foso y muchos dragones. Estos dragones estaban amaestrados para hacer negocios entre privados y recibir coimas, discretamente...

Entre los tres reyes existía una amistad inigualable. Eran panas del alma, ñaños, carnales. Pensaban los mismos pensamientos, soñaban los mimos sueños, leían los mismos cuentos. Casi todo, lo hacían igualito.

El soberano que gobernaba la región del norte, se creía dueño de una madurez y una inteligencia inconmensurable. Hablaba bobadas. Contaba como una gran hazaña que antes de subir al trono fue un conductor de buses avezado y, que gracias a ello, estaba capacitado para conducir exitosamente las riendas de su reino. Las metidas de pata eran uno de sus pasatiempos favoritos. Como aquella de 2015: “La inseguridad es una farsa. Es demasiado coincidencia que maten a alguien y al día siguiente esté muerto (sic)”. Cuando el pueblo enfermo y hambriento salía a las calles a protestar, los mandaba a encerrar en los calabozos del castillo. A diferencia de sus dos amigos, este rey tenía una mascota: un singular pajarito, el que guiaba sus pasos con trinos de ultratumba enviados por un tal Huguito.

El regente cuya comarca estaba situada al oeste de este vasto territorio tenía una linda sonrisa, un corazón ardiente y unas manos limpias. ¡Qué manía la de lavarse las manos! Entre algunos de sus pasatiempos estaba el coleccionar títulos, repartir insultos y hablar inglés con fluidez. Gozaba de una memoria deplorable. Siendo economista, no sabía de la misa a la media, endeudó a su pueblo hasta la coronilla. En vez de cetro tenía una correa. A sus súbditos les comía el cuento con sánduches, colas y carreteras. La revolución ciudadana era su lema y nadie osaba contradecirle sobre ese tema. Cuentan que durante sus últimos años se olvidó de su manía, se dedicó a meter las manos en todo lo que no le correspondía. Su sucesor fue un fiasco. Muchos pensaban que eran granos de distintos sacos, resultaron ser granos del mismo plato.

El monarca cuya comarca estaba situada al sur de este gran feudo, tenía como costumbre aleccionar a sus vasallos. “¡Debemos ser morales en todo!”, les solía arengar. En la punta de su lengua estaba tatuada la palabra “moral”. Tenía el pelo negro y se peinaba con la raya al medio. Ignoraba el estrés masticando hojas de coca y, como terapia, correteaba con las llamas y alpacas a orillas del Titicaca. Luego, se sumergía en sus aguas para limpiarse de las malas vibras que, según él, le mandaba la oposición. De los tres, fue el único que reinó por 13 años consecutivos.

Estos tres reyes no fueron ni históricos ni los reyes magos. Fueron socialistas que vivieron como capitalistas.

¿Y sus nombres? Se los dejo como tarea.