
El humor de la sentencia del TCE contra Verónica Abad
Análisis | El "sorda" de Verónica Abad a Gabriela Sommerfeld le valió la pérdida de sus derechos políticos
“La canciller, señores asambleístas, me ha negado mis días de descanso”, se quejó la vicepresidenta Verónica Abad el 7 de agosto del año pasado, cuando compareció ante una comisión de la Asamblea Nacional vía conferencia electrónica, desde Tel Aviv. Para ese entonces, el presidente Daniel Noboa ya la había privado, por decreto, de su guardia de seguridad, y el incremento de los ataques de misiles del grupo terrorista Hamas contra blancos israelíes, incluyendo la ciudad donde ella se encontraba, la hacían temer por la eventual necesidad de una evacuación incierta. La vicepresidenta tenía miedo y se sentía abandonada; pedía ayuda y no obtenía respuesta: “La canciller -insistió- es sorda ante las diferentes propuestas de planes de contingencia que le he presentado para, en caso de emergencia, poder salir de este lugar”.
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-¡La vicepresidenta me ha dicho “sorda” -clamó días más tarde una ofendidísima Gabriela Sommerfeld en denuncia dirigida al Tribunal de lo Contencioso Electoral- denigrándome como mujer y funcionaria, configurándose con esto lo tipificado en el artículo 280 de la Ley de Elecciones, es decir, violencia política de género, ya que pretende con ello anular mis derechos políticos!
-En efecto -resolvió el juez Guillermo Ortega en el párrafo número 182 de su sentencia del 27 de febrero-, calificativos como “sorda” son utilizados, históricamente, para menoscabar la credibilidad y capacidad política de las mujeres (no es broma: eso dice). De allí que no estemos ante meras desavenencias políticas, sino ante violencia de género, cuyo objeto u efecto (así escribe el señor juez: “u efecto”) es dificultar o impedir (probablemente quiso decir “u impedir”) a la canciller la conducción normal de sus funciones institucionales.
“Históricamente”: antropólogo cultural con especialidad en políticas del patriarcado, el juez Guillermo Ortega acaba de descubrir que Juana la Loca era, en realidad, Juana la Sorda. Y Gabriela Sommerfeld, confinada en una habitación de su castillo, es la heredera legítima de sus padecimientos. Parece una comedia de equivocaciones en toda regla pero la escena concluye con multa de 30 salarios mínimos y privación de derechos políticos por 2 años para la vicepresidenta de la República. Por decirle “sorda” a la canciller. Por decirle “engañosa”. Por decir que maneja “agendas oscuras”. Por decirle “sumisa” (qué pensará Marcela Aguiñaga, “sumisa una y mil veces”, de este exceso). Se trata de una decisión de primera instancia que dará lugar a una apelación inevitable.
Una pieza de humor judicial
Los integrantes del pleno del TCE, convertido (parece que a gusto) en una suerte de intendencia para tratar delitos de opinión, tendrán que confirmarla si desean mantenerse fieles al presidente de la República, o rechazarla, si el sentido común significa algo para ellos. Porque la sentencia de Guillermo Ortega, más que una barbaridad (que también), es una maravilla: la pieza de humor judicial más hilarante que ha parido juez al que ha parido madre. El hecho de que se trate de humor involuntario podrá restarle méritos pero no le quita un ápice de contundencia “u efecto”.Por ejemplo: cita el juez Ortega una serie de declaraciones vertidas por la vicepresidenta Abad en varias entrevistas y que él encuentra (lo mismo que la denunciante) intolerables:
“Estoy aquí secuestrada (…) porque no me puedo mover a ninguna parte”.
“He recibido de parte de Cancillería un cállate, no hables”.
“Ha sido reducida mi investidura a la de una subordinada”.
“Acallada, amordazada, porque en estas condiciones me enviaron para que no hable”.
“He sido designada en funciones de colaboración para la paz en el conflicto. Pero eso no me convierte en una empleada de la canciller Gabriela Sommerfeld. Menos de la ministra (Ivonne) Núñez. Ellas son las subordinadas”.
Estas expresiones, dice el juez, “generaron un amplio impacto en el imaginario de la ciudadanía por provenir de una alta autoridad del Estado”. Son una forma de “violencia verbal sistemática” que “repercute de manera fáctica en el ejercicio de las funciones de la canciller”. Es decir: si Gabriela Sommerfeld lo hace todo mal; si organiza, por ejemplo, una cumbre de presidentes de a perro, a la que fácticamente no va nadie y en la que ni siquiera se pudo garantizar la salida ordenada de los embajadores, atrapados en un aeropuerto en caos, la culpa es de Verónica Abad. Está clarísimo: “la Cancillería demanda de autoridad moral, reputación y reconocimiento público”, y “el descrédito promovido desde la Vicepresidencia obstruye el normal desenvolvimiento y reduce la capacidad de la denunciante de hacer valer su voz en el concierto interno y externo de la política del Estado”. Así dice la sentencia.
Y continúa: “Además, al provenir de una figura con mayor jerarquía en la estructura del Ejecutivo, las declaraciones (de la vicepresidenta) podrían generar un entorno hostil en el que otros funcionarios, instancias ministeriales e internacionales no colaboren” con la Cancillería. Y aquí es donde Aristóteles resucita para pegarse un tiro. Porque vamos a ver: la vicepresidenta de la República, funcionaria de mayor jerarquía que la canciller, es tratada por ésta como si fuera su subordinada: la canciller le niega vacaciones; la canciller le establece obligaciones; la canciller la manda a callar. Y lo que el juez está diciendo es que la vicepresidenta no puede ni quejarse de ese trato precisamente porque es “una figura con mayor jerarquía”. ¿No es una maravilla?
Consciente de que una declaración cualquiera, según la ley, sólo puede ser considerada como violencia política de género cuando está basada en estereotipos de género, se esfuerza el juez Guillermo Ortega en identificar esos estereotipos en las palabras de Verónica Abad. Y los encuentra en el hecho, por demás obvio, de que… ¡están dirigidas a una mujer! Más aún: “la vicepresidenta, como autoridad del más alto nivel, inviste sus palabras de una fuerza institucional capaz de amplificar el menoscabo.
Estas razones, conducen a corroborar que existe una influencia de género en la violencia política perpetuada”. Porque Verónica Abad no perpetra la violencia: ¡la perpetúa!
El razonamiento que llevó al juez a semejante conclusión resulta más hermético que algunos pasajes del Apocalipsis. Lo único claro, aquí, es que no sabe qué cosa es un estereotipo de género. No saber es poco: no tiene ni la más pálida idea. El problema es de comprensión lectora. O de incomprensión, mejor dicho. Con todo lo que Guillermo Ortega no entiende de los artículos de la ley electoral relativos a la violencia política de género, se podría escribir un libro más largo que la misma ley.
Una apelación en manos del Pleno del TCE
El desaguisado que tendrá que resolver el pleno del Tribunal de lo Contencioso Electoral cuando la apelación llegue a sus manos es uno de grandes proporciones. Porque lo que el juez Guillermo Ortega está dejando establecido como jurisprudencia para futuros casos (y cualquiera sabe que las denuncias de violencia política de género abundan en estos tiempos) es que las mujeres que ocupan altos cargos en la función pública gozan de una impunidad absoluta; que cualquier juicio negativo de valor que esté dirigido a una mujer es, en sí, un estereotipo de género; que dicho ejercicio de la crítica (y esto es aberrante) se convierte en un menoscabo de las acciones del gobierno y debe ser, por tanto, proscrito y castigado. Eso por no hablar de la pretensión de inhabilitar a una mandataria electa en las urnas con el expediente de privarla de sus derechos de participación política, como si la Corte Constitucional no hubiera recordado, hace poco y en relación a la misma Verónica Abad, que las causales para destituir a quienes ocupen el cargo de presidente o vicepresidente de la República son las establecidas en la Constitución y ninguna otra. Nomás faltaría que el TCE se atribuyera el poder de echar presidentes.
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