Impuesto al sol

Cada vez que a un gobierno le han fallado las cuentas ha recurrido a fijar nuevos impuestos. Ha sido así a lo largo de la historia. Algunos nos pueden resultar poco menos que insólitos, como el impuesto a la orina -usada para curtir y blanquear telas- creado por el emperador romano Vespasiano. Bien decía este emperador: “el dinero no tiene olor”. O el impuesto a usar barba, que rigió tanto en la Inglaterra de Enrique VIII como en la Rusia zarista de Pedro I.

Durante los siglos XVI y XVII, los ingleses tenían un impuesto a las chimeneas, además se pagaba una tasa en función de la cantidad de ventanas que tuviera una casa. Un siglo más tarde crearon un nuevo impuesto sobre los ladrillos, lo que hizo que los súbditos británicos regresaran a construir en madera. Hecha la ley, hecha la trampa.

Durante la época de la colonización española hubo una buena cantidad de impuestos que servían para alimentar las arcas de la Corona, como el almojarifazgo, que se pagaba al comprar o vender un producto importado desde España o exportado hacia el reino; la media annata, semejante al impuesto a la renta moderno; el tributo, rezago feudal, pagado por los indígenas por ser súbditos de la Corona; el diezmo, que iba destinado a la Iglesia católica, aunque un porcentaje era retenido por el rey, entre otros. Quizá el más famoso de todos fue el de alcabala, aplicado a la compra y venta de muebles e inmuebles -comparable con el IVA-, que originó grandes protestas en Quito entre 1592 y 1593, conocidas como “rebelión de las alcabalas”. Ya se sabe que cuando a un pueblo se le mete la mano al bolsillo puede haber graves consecuencias.

Pero si contemporáneamente algún país ha sido creativo en este tema ha sido Portugal, donde recientemente se aprobó un impuesto que grava a los departamentos en función de la luminosidad que reciben, es decir, un impuesto al uso del sol.

Debo confesar que no tengo una idea exacta de cuántos impuestos se pagan en nuestro país, sin embargo concuerdo con Benjamín Franklin, quien dijo alguna vez que nada era seguro, salvo la muerte y tener que pagar impuestos.

colaboradores@granasa.com.ec