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Julian Assange
Assange recupera su libertad tras declararse culpable ante la justicia de Estados Unidos.EFE

Julian Assange: Su farsa ya queda en libertad

Fue un instrumento de Rafael Correa para aparecer en el exterior como un gobierno defensor de la libertad de expresión

Los 14 años de lucha de Julian Assange por conseguir su libertad han terminado. Ahora camina libremente en su país, Australia, gracias a un arreglo judicial que llegó con la justicia de los Estados Unidos, según el cual acepta ser culpable de haber violado la ley de ese país distribuyendo información secreta del Gobierno. Sin duda, el arreglo fue beneficioso para el australiano, que se sacó de encima una condena que lo pudo haber mantenido en una celda en los EE. UU. por muchos años más. También fue bueno para la administración Biden, que así puso fin a una larga y desgastante disputa de la justicia estadounidense con Assange y que le pudo haber traído problemas en las elecciones de noviembre. ¿Todos felices? No.

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En realidad, lo que ha ocurrido con Assange es el mejor arreglo posible para su vida personal y eso está muy bien, pero los términos del acuerdo son un precedente que siembra dudas sobre el futuro de la libertad de prensa, especialmente si en los EE. UU. el próximo presidente es Donald Trump.

El hecho de que Assange haya tenido que reconocer que ha violado la Ley de Espionaje significa que reconoce que “ha recibido y conseguido información secreta que no debe ser comunicada a personas que no tengan derecho a recibirla”, es decir, la opinión pública. Expertos y analistas, sobre todo en EE. UU. e Inglaterra, observan que el arreglo constituye un peligroso precedente en un país que en unos meses puede estar gobernado por alguien que ha tachado a los medios de comunicación como “enemigos del pueblo”, algo que no es, desde luego, ninguna buena noticia.

En el futuro, los fiscales verán este caso como un éxito, pues los envalentonará a perseguir a personas que hayan filtrado información clasificada. Hay que imaginarse, dicen los analistas, lo que pensará un fiscal general en una segunda administración Trump, sabiendo que ya tiene una declaración de culpabilidad de un editor bajo la Ley de Espionaje.

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El acuerdo y su libertad también ayudarán a Assange para que no rinda cuentas sobre su trabajo, que terminó convirtiéndose en un activismo partisano a favor de líderes que no han ocultado su interés por destruir las instituciones occidentales de la democracia republicana, en especial Vladímir Putin.

El fundador de WikiLeaks no es ni un informante ni un periodista, como muchos de sus fanáticos dicen. El informe del abogado especial Robert S. Mueller III publicado en abril del 2019 en los EE. UU. no pudo ser más claro: Assange, con el apoyo de la inteligencia rusa, desempeñó un papel fundamental en las elecciones presidenciales de 2016 para que pierda la demócrata Hillary Clinton y gane el candidato que era del agrado de Putin: Donald Trump. Lo puso muy claro Mike Pompeo, hablando en 2017 como director de la CIA antes de convertirse en secretario de Estado, cuando dijo: “Es hora de llamar a WikiLeaks por lo que realmente es: un servicio de inteligencia hostil no estatal a menudo instigado por actores estatales como Rusia”.

La investigación de Mueller estableció que WikiLeaks distribuyó materiales obtenidos del hackeo por parte de la inteligencia militar rusa de las redes informáticas de organizaciones demócratas y de la cuenta de correo electrónico privada del presidente de la campaña de Hillary Clinton, John Podesta. Lo hizo horas más tarde de que apareció un video en el que se veía a Trump decir que a las mujeres hay que agarrarlas de sus partes íntimas (“grab’em by the pussy”), que bien podía haber acabado con sus aspiraciones presidenciales de no haber sido por ese escándalo de los mails de Podesta.

Assange terminó su carrera siendo un agente ruso financiado por el principal medio de propaganda del Kremlin, RT, antes llamado Russia Today. Ni periodista ni ‘whistleblower’ (informador o filtrador de información en español): Assange terminó siendo un agente ruso cuyo trabajo era apoyar la agenda de autoritarismos antioccidentales como los de los gobiernos de Rusia, China o Irán, porque nunca desclasificó nada que les perjudicara.

El costo de Assange para Ecuador 

En el cuento de Assange también entra el Ecuador. Durante siete años estuvo asilado en la embajada ecuatoriana en Londres, a donde entró para librarse de un posible proceso en Suecia por una denuncia de acoso sexual en su contra. Lo hizo violando la prisión domiciliaria en la que estaba y evidentemente seducido por un grupo de funcionarios españoles que trabajaban a órdenes del gobierno de Rafael Correa en la Cancillería y que vieron en él la mejor coartada para lavarle la cara a nivel mundial al presidente ecuatoriano por su miserable persecución a la libertad de opinión.

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Assange fue, en efecto, un instrumento de Correa para aparecer en el exterior como un gobierno defensor de la libertad de expresión, mientras que en el Ecuador se la violaba constantemente. Un instrumento que, además, aceptó serlo conscientemente. Cuando alguien le preguntó sobre ese tema, el australiano dio a entender que su causa era mucho más grande que el país y soltó ese célebre e insolente “Ecuador es irrelevante”. Un luchador por la libertad de expresión, o defiende la de todos o simplemente no lo hace. Assange fue un farsante frente al caso ecuatoriano. Cuando el gobierno de Correa le echó el ojo para su operativo de lavado de cara, le importaba un bledo el bienestar del australiano: lo asiló no para protegerlo de las injusticias en su contra, sino para que ponga su jeta a favor del presidente ecuatoriano.

Lo más probable es que si Assange no caía en los cantos de sirena de Correa y Patiño, habría recuperado la libertad muchos años antes. Y el cuento de Assange en la embajada le costó al país, solo por seguridad, la bicoca de 5,8 millones de dólares.