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Ley de comunicación
Presidente. La vieja Ley de Comunicación fue a parar, literalmente, al tacho de basura de la historia, que es un contenedor de plástico lavable Pica.Cortesía

Ley de comunicación: salvados por un pelo

El amasijo de reformas, de las que se eliminó el veneno, se merece un suspiro de alivio más que una victoriosa celebración.

Convirtió el simple trámite administrativo de enviar una ley al Registro Oficial, en un acto solemne en el salón principal de la Gobernación, con invitados especiales, palco de prensa y mantel largo. Desplegó una puesta en escena bien producida, con utilería y todo: en sus manos, una carpeta con las palabras “Ley Mordaza” escritas con grandes letras en la portada y, a su lado, un contenedor rojo de plástico lavable marca Pica, con una etiqueta en la que se leía “tacho de basura de la historia”, que traspasó largamente las fronteras del ridículo. En el momento culminante de la ceremonia, claro está, arrojó la carpeta al interior del recipiente con gesto decidido y terminante. Dijo “jornada histórica” y pronunció un discurso triunfal. Así festejó el presidente de la República Guillermo Lasso la aprobación de una nueva Ley de Comunicación que sustituye a lo que quedaba de la ley correísta: con el entusiasmo de quien acaba de marcar el gol de la victoria en el partido decisivo. Lo cierto es que su papel en esta historia se parece no tanto al del delantero que marca los goles, sino al del arquero que los evita. Hizo un buen trabajo, sí; contó con la colaboración de una defensa eficiente, también; y con un árbitro justo. Se multiplicó tapando su portería y ganó el partido, de eso no queda duda. Pero no pudo evitar que algunas pelotas se le colaran por entre las piernas. El Ecuador tiene una nueva Ley de Comunicación y un suspiro de alivio parece la reacción más adecuada en lugar de tanto teatro y tanta alharaca.

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Lasso firmó en Guayaquil la nueva Ley de Comunicación

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Sobrecoge pensar lo cerca que estuvo el país de consagrar una ley que hiciera imposible el ejercicio del periodismo, y todo por una simple cuestión de estrategia mal planteada. Se sabe que cuando la Asamblea aprobó en segundo debate el mamotreto confeccionado por correístas y disidentes de Pachakutik que, entre otras cosas, consagraba el papel del Estado como garante de “la verdad” y proscribía (parece mentira) la atribución de editores y directores de corregir el contenido de sus medios, el Gobierno no sabía muy bien qué hacer y no había tomado decisión alguna. Vagamente se pensó en Carondelet que lo mejor sería seguir el camino que el debate público le trazara. El problema es que el debate público tiene la tendencia de fluctuar más en función del impacto de los titulares que de las consecuencias jurídicas de las decisiones políticas, que a menudo ignora. Y el titular de mayor impacto posible, en ese momento, habría sido uno que dijera: “Veto total”. Eso es lo que empezaron a pedir al presidente de la República muchas personas bienintencionadas, incluso líderes de opinión conocidos por su defensa de la libertad de expresión y los valores republicanos. Sin embargo, el veto total habría sido el peor de los errores. Significaba, en la práctica, postergar un año el problema en lugar de librarse de él. Al cabo de ese año (lo dice la Constitución) la Asamblea se volvería a reunir y, con 92 votos (que ahora salen muy baratos, como se ha visto en repetidas ocasiones), podría insistir en el contenido total del proyecto sin posibilidad de objeción presidencial.

Fue el abogado guayaquileño Eduardo Carmigniani quien enderezó el rumbo del debate. Él tiene por costumbre limitarse a expresar sus opiniones a través de sus artículos de prensa y conservar en lo demás un discreto perfil bajo. En esta ocasión rompió con esa política: acudió a cuantas radios y canales de televisión tuvo a su alcance, respondió entrevistas, debatió y, por supuesto, escribió artículos sobre los peligros del veto total a la Ley de Comunicación. Carondelet lo escuchó. La estrategia adoptada para sacarse de encima el proyecto correísta fue la que él defendía: un veto mixto que recurriera a la Corte Constitucional para eliminar todos aquellos contenidos que fueran inconstitucionales por atentar contra los derechos a la libre expresión y a la libre circulación de ideas, y planteara además una serie de “objeciones por inconveniencia” a una serie de artículos que presentaban problemas de forma, de consistencia o de procedimiento.

La Corte Constitucional reconoció las barbaridades jurídicas del proyecto de ley del correísmo a primera vista. Vetó por inconstitucional el artículo que pretendía eliminar la difusión de la opinión del concepto de “contenido comunicacional”, lo cual prácticamente equivalía a prohibirla en los medios o a someterla a control en función de parámetros propios de la información. Vetó la tontería solemne de atribuir al Estado la condición de “garante del derecho a la verdad” y prohibir, en consecuencia, la difusión de información falsa: la Corte consideró que dicho artículo se fundamentaba en una premisa “extremadamente peligrosa para cualquier Estado democrático porque encierra la noción de que el Estado es el depositario de la verdad”; calificó también como “altamente punitiva” la pretensión de garantizar “la veracidad, oportunidad e imparcialidad de la información”, que era una de las ideas básicas de la ley correísta original y piedra angular del sistema de control y censura que se construyó sobre ella.

La Corte vetó también el concepto de “censura previa” que intentaba posicionar el proyecto de la Asamblea, en el cual se incluía las acciones de revisar, aprobar o desaprobar cualquier contenido mediático por parte de cualquier persona: según esto, el trabajo de edición de contenidos es una forma de censura previa. Vetó además la nueva atribución que se quería otorgar a la Defensoría del Pueblo para que nombrara defensores de audiencias que trabajaran en los propios medios, que era algo así como infiltrar un enemigo en cada redacción.

En algo tiene razón el presidente: estas decisiones de la Corte Constitucional son dignas de celebrar. Sobre todo porque eliminan las eternas pretensiones de control de la comunicación del proyecto correísta, y lo hacen no por esta ocasión sino para siempre: mientras rija en el país una Constitución con principios democráticos que asuma como suyos los estándares internacionales de derechos humanos, la idea de que el Estado pueda decidir sobre la veracidad o falsedad de un contenido comunicacional está fuera del debate.

Gracias a esta estrategia de veto mixto y a la sensatez de la Corte Constitucional, la nueva Ley de Comunicación quedó libre de barbaridades antidemocráticas, pero no pudo limpiarse de las mil y un tonterías introducidas por sus autores, ignorantes de los aspectos más elementales de la comunicación contemporánea. Como por ejemplo, el requisito establecido para que un medio pueda ser considerado nacional es que tenga una cobertura del 30 por ciento de los habitantes del país, lo cual supone que un periódico necesita un tiraje de 4,5 millones de ejemplares (The New York Times imprime un millón y medio). O la disposición de las radios musicales de emitir un 50 por ciento de producciones nacionales, como si en el país hubiera una producción musical lo suficientemente numerosa para cubrir esa cuota. O todos los procedimientos para el reparto y concurso de frecuencias de radio y televisión, que simplemente parece corresponder a un mundo anterior a la revolución digital, gracias a la cual un teléfono celular basta para crear fenómenos masivos a través de una plataforma de streaming. La ley no habla de esta realidad porque sus autores estaban más interesados en garantizarse un reparto provechoso que en dar cuenta de la realidad del país.

En su triunfalista acto del pasado viernes, el presidente Guillermo Lasso daba a entender que lo que estaba entregando era una nueva ley. Si así fuera, sería una ley muy mala. Se trata, simplemente, de una suma de retazos, algunos completamente desubicados en tiempo y en lugar, plagados de tonterías, de los que se ha logrado eliminar todos los atentados a la libertad y a la democracia. El logro del gobierno no es lo que está entregando sino lo que evitó.

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Una Ley de Comunicación ‘parchada’, lista para ver la luz

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