El ‘hombre orquesta’
Hace dos años, Samuel de la Torre decidió acoplar a su guitarra otros aparatos hechos con tarros plásticos y latas. ¡Hace las delicias de los sorprendidos pasajeros!
Es casi mediodía y el centro de Guayaquil se prepara para la agitación que significa la hora del almuerzo. El sol toma fuerza y golpea a los caminantes de la calle 9 de Octubre. En una de las banquetas ubicada en la esquina de Rumichaca está Samuel: delgado, piel tostada, mirada vibrante y una sonrisa que invita a conversar.
Cubre sus cabellos con un gorro de lana al que el tiempo le ha pasado factura. Lleva en su oreja izquierda un palito, que hace las veces de baqueta de su improvisada batería.
Ni tan improvisada, asegura. Hace dos años la lleva con él.
Pegada a su guitarra vieja, es un conjunto de tarros plásticos, que alguna vez contuvieron chocolate, avena o algún producto comestible; una lata, y un platillo roto sujetos por dos pasadores complementan la percusión. La base o estabilizador está hecha con dos piezas de armar que cogió de entre los juguetes de su hija Samy, de 6 años.
El paso final es cerciorarse de tener bien atado los cordones de sus zapatos, que sujetan las “panderetas”, una suerte de miniinstrumento hecho con tapillas de gaseosas.
Con esta “miniorquesta”, reciclada encima, Samuel se prepara para un show más. Es un cantante urbano que ofrece conciertos cada día a cambio de unas monedas. Su escenario: las busetas.
A Samuel de la Torre Gómez lo que le gusta es cantar. Lo sabe desde que era un niño, pero reconoce que no era muy bueno. Tampoco está seguro de que lo sea ahora. Sin embargo, cree que ha ido madurando su talento con el tiempo. Tiene 28 años y desde hace siete decidió que la música era lo que le daría de comer.
Llegar a ser famoso no le quita el sueño, por eso tampoco se desespera por buscar grandes escenarios. Lo llena poder subirse a los buses y dirigirse a los pasajeros, que se convierten en sus espectadores; un público diverso que a veces lo aplaude y otras, lo critica.
Esto último no le molesta. Sabe que discutir no le dará de comer. Con un afectuoso saludo inicia el show. Entona la guitarra y empieza a sacar el resto de sonidos que requiere la melodía golpeando los tarros viejos con aquel palito que llevaba en su oreja.
Es ahí cuando ha captado la atención de los usuarios. Quienes pensaban que era un artista, caramelero o comerciante más de los tantos que se suben a los colectivos, se deslumbran con su voz, su melodía, pero sobre todo con los movimientos, el más aplaudido es el ‘toque’ de las “panderetas”, que logra levantando un pie y agitándolo rápidamente.
Dos canciones y el show culmina. Las monedas, algunos aplausos y hasta fotos y videos con él concluyen el performance urbano.
Inicios y vida familiar
Samuel De La Torre es un guayaquileño de cuna; el menor de siete hermanos y el único al que le ha picado el bichito del arte. Vive en Durán, en la primera etapa de El Recreo desde hace siete años y cada día llega a la urbe porteña para ofrecer sus canciones a cambio de unas monedas. Es su trabajo oficial.
Padre de dos niños, Samy, de 6 años, y Carlos, de 4, dejó la carrera de Ingeniería en Sistemas en el segundo semestre. La responsabilidad de un bebé no le permitía trabajar y estudiar al mismo tiempo. “Eso lo hacía cuando era soltero. Pero con una esposa y un bebé en camino necesitaba más ingresos”, explica el joven.
Dice que lo de ser músico y vivir de ello lo determinó después de haber pasado por algunos empleos, todos con la mala fortuna de encontrarse con jefes o supervisores difíciles, groseros y hasta pedantes.
Su esposa y su madre le recomendaban que al menos venda caramelos en los buses para generar ingresos. Y se decidió. Prestó una guitarra a un amigo que conoció cuando había incursionado en la música como hobby, y se puso a cantar.
“La primera vez que me subí a un bus no sabía qué decir. Tenía muchísimo miedo. Fue en un bus que recorre el Suburbio, no recuerdo la línea, pero recuerdo que me presenté y estaba supernervioso”, rememora.
Esa primera vez, en ese primer bus, hace cinco años, reunió cincuenta centavos. “Lo que nunca me voy a olvidar es lo que me dije para sentirme mejor: antes no tenía estos cincuenta centavos y ahora los tengo”.
Esa fue su motivación para volver a intentarlo y así se fue a su casa con algunos dólares que consiguió ese día. Ahora, en su jornada habitual se hace entre 20 y 25 dólares en promedio.
Una de las anécdotas que le gusta recordar es cuando en alguna ocasión, de las primeras veces que se subió a los buses, le aplaudieron sonoramente, algunos pasajeros le extendieron la mano y le expresaban frases de apoyo. “Me dijeron: ¡lo haces muy bien! ¡Cantas chévere! ¡Sigue adelante! ¿Me puedo tomar una foto contigo?, y yo, maravillado. Fue un momento tan emotivo que casi se me salen las lágrimas. Ese día me fui más agradecido que nunca”.