Quien manda a quien
Parece que los que leemos columnas de opinión somos todos abogados. Yo mismo me siento culpable de algunos de los razonamientos que presento a veces en este espacio, cuando por querer servir mejor a mis lectores me dejo llevar, y escribo como si estuviese en un concurso de quién es el que habla más bonito -y complejo.
Que si se necesitan 69 o 92 votos para tramitar tal o cual ley; o que un eventual enjuiciamiento debe versar sobre tal o cual tipo penal para que sea válido; o que el Municipio de Quito supedita los urgentes planes de vivienda gobiernista a los lentísimos procedimientos políticos de la capital. Todas son condiciones -legales y políticas- escritas y no escritas, diseñadas supuestamente para proteger al ciudadano, pero que más parecen proteger al poder. Son los jeroglíficos del derecho y del proceso burocrático con los que nos hemos acostumbrado a perder el tiempo.
Pensamos que la solución de todos los problemas nacionales depende de políticos y burócratas y del lenguaje de los abogados, aquel en el que damos vueltas día tras día, sin entender bien por qué. Pero no es así. La solución de los problemas nacionales está en la calle, en los temas que preocupan y motivan a la gente a expresarse, a quejarse y a reivindicar la mejor calidad de vida que merece. Esto se concreta en los reclamos ciudadanos y en el voto, en hacerse escuchar. ¿Quién determina al final del día, bien al final, si vicepresidente y expresidente son juzgados políticamente, y no políticamente por la Asamblea, sino por los ciudadanos? ¿No son estos últimos quienes lo hacen? ¿Qué factores inciden en que la Corte Constitucional resuelva más temprano o tarde dar paso a la famosa consulta popular? ¿Quiénes son los que deciden sobre estas cosas en última instancia?
Ante el pueblo dominando al político y al burócrata que hablan en idioma “abogadil” por un lado, o frente a la imagen del político que con ese lenguaje somete la voluntad del electorado, nos enfrentamos a dos representaciones tan ciertas como funcionales. Pero aunque las dos sean ciertas, conviene escoger la del pueblo que manda, pues de esa conciencia y ese empoderamiento pende la democracia.