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Correa- Putin- política
Amigos. No es una casualidad que el correísmo apoye al líder ruso Vladímir Putin. Los une un mismo desprecio por los valores de la democracia.Archivo/EXPRESO

El mundo en peligro y el país en babia

Los proyectos autoritarios prosperan en todo el planeta y la sociedad política ecuatoriana decide darles carta blanca

Pretenden redefinir sus naciones, reinventar sus países, reescribir los contratos sociales de sus pueblos y alterar las reglas de la democracia. Inventan, por ejemplo, nuevas funciones del Estado que les permiten administrar la participación ciudadana, manejar los organismos de control y eliminar el sistema de pesos y contrapesos. O proclaman la superación del esquema ilustrado de división de poderes (“no son poderes, son funciones”, dicen los más avezados de sus intelectuales orgánicos para disimular con trampas semánticas la sumisión del Legislativo y la manipulación de la Justicia). Convierten los medios públicos de comunicación en órganos de propaganda y tratan de destruir a los privados: imponiéndoles una serie de trabas legales que los vuelven negocios inviables o, directamente, acosándolos por la vía judicial. Antidemocráticos por vocación, terminan por imponer un Estado unipartidista en cualquiera de sus formas: ya sea oficialmente, con la proscripción de los partidos, o de facto, con la tolerancia de una oposición simbólica que no representa ninguna amenaza para un gobierno que restringe las libertades de expresión y asociación. Este modelo no es una filosofía política ni una ideología, nomás un mecanismo para no perder nunca el poder. Se aplica por igual a dictadores de izquierda o de derecha alrededor del mundo: sirve para Putin como para Chávez y Maduro; para Erdogan como para Correa; para Viktor Orbán como para Nayib Bukele… Es la mayor amenaza que ha afrontado el sistema democrático desde los años 30.

AGUIÑAGA

¿Carlos qué? ¿Pólit? me suena, me suena...

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La historiadora estadounidense Anne Applebaum acaba de lanzar la voz de alarma. Su libro ‘El ocaso de la democracia. La seducción de autoritarismo’, escrito después de la pandemia y recién aterrizado en las librerías ecuatorianas, denuncia las trampas de los nacionalismos y de los discursos populistas en casos aparentemente tan distantes entre sí como los de Polonia y Venezuela, Hungría y España, el Brexit y Donald Trump... Applebaum, residente en Polonia desde hace 30 años, ganó el premio Pulitzer por ‘Gulag’, un estudio a fondo sobre los campos de concentración soviéticos, y es autora también de ‘El telón de acero’, una historia de la Europa del Este en los tiempos de la Guerra Fría, y ‘Hambruna roja’, sobre la guerra de Stalin contra Ucrania. Todos son contundentes, documentadísimas y extensas investigaciones. ‘El ocaso de la democracia’, a medio camino entre el reportaje, las memorias y el manifiesto, hace un inventario de los métodos de que se sirven los caudillos autoritarios del siglo XXI para minar la democracia desde adentro: cómo abandonan los argumentos políticos corrientes para empezar a identificar enemigos existenciales; cómo trabajan en la creación de una realidad alternativa hasta terminar con la instalación de una fantasía en el centro de la política gubernamental; cómo desprestigian las reglas que rigen la competencia en las sociedades democráticas, acusándolas de estar viciadas, y sustituyen la meritocracia por un régimen donde el ascenso depende de la fidelidad al sistema… El libro no trata el caso ecuatoriano, pero el lector de este país que se sumerja en él experimentará la no muy agradable sensación de haberlo vivido todo.

Hay párrafos enteros que parecen haber sido escritos para describir la realidad ecuatoriana. Cuando se refiere, por ejemplo, a la obligación asumida por los funcionarios e intelectuales del régimen de “defender a los líderes por más deshonestas que sean sus declaraciones, por más extendida que sea su corrupción y por más desastroso que resulte su impacto en las instituciones y en la gente corriente”. Está hablando, en realidad, de la Hungría del ultraderechista Viktor Orbán, pero ¿cómo no pensar en Marcela Aguiñaga (“sumisa una y mil veces”, según su inolvidable autodefinición) defendiendo a Jorge Glas y Rafael Correa, sentenciados por delinquir contra la fe pública? O cuando describe un sistema en el que las plazas laborales más apetecidas y los cargos de responsabilidad “no se asignan a los más capaces sino a los más leales”: lucrativos contratos, altos puestos en la administración sin tener que competir por ellos… ¿No es así como decenas de analfabetos funcionales han llegado a la Asamblea Nacional? O cuando caracteriza el trabajo que cumple la televisión pública administrada por el también ultraderechista partido Ley y Justicia, que gobierna Polonia desde 2015, como “constante redoble de los tambores del odio”; cuando habla de una televisión oficialista dedicada a “dar noticias distorsionadas y llevar a cabo extensas campañas difamatorias”, “burlona, grosera y cruel”… ¿No resulta todo esto archiconocido?

Es una amenaza global de la que ni siquiera están a salvo países con sólidas instituciones democráticas, como lo demuestran los fanáticos del Brexit y de Donald Trump, con su desprecio al parlamento y al sistema de justicia, su concepto de nación como comunidad étnica y su uso de un discurso populista que apunta al sentimentalismo y la irracionalidad. “Dadas las condiciones adecuadas”, dice Anne Applebaum, “cualquier país puede dar la espalda a la democracia”.

Jiménez- Ministerio- bancadas

De fiesta en el despacho de Humpty Dumpty

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El Ecuador, a la luz de esta lectura, parece haberlo hecho ya. Por primera vez desde que los autoritarios abandonaron el poder con el aparente rechazo de los demócratas (o mejor: con el provisional rechazo de los aparentes demócratas), la sociedad política nacional parece haberse desentendido de la necesidad de oponerles resistencia: desde las altas autoridades del Ejecutivo, dispuestas a pactar con ellos a cambio de un gramo de gobernabilidad, hasta las distintas bancadas de la Asamblea, donde llevan la voz cantante. Los autoritarios ni siquiera han necesitado ocultar sus intenciones (garantizar la impunidad de sus delincuentes, alzarse con el manejo de los organismos de control, plantear un plan de acceso al poder para instalarse en él por los próximos 30 años con un programa de venganza públicamente declarado) para recibir el tratamiento digno de cualquier grupo político democrático (como si lo fueran). ¿Cómo lo lograrán? Posicionando su discurso de valores populistas elementales.

Desde que el ministro de Gobierno, Francisco Jiménez, llamó a deponer la “agenda de odio” y tender puentes a los correístas, el regreso del proyecto autoritario cuenta con vía pavimentada. El anticorreísmo ha quedado posicionado como un discurso de odio y los autoritarios, en consecuencia, lograron proyectar la imagen de víctimas y perseguidos que tanto se esforzaron en construir. Es la seducción del discurso populista: ¿quién en sus cabales puede defender una “agenda de odio”? En ese contexto, los valores democráticos (bastante más abstractos que la sensiblera declaración de principios correísta) han sido arrastrados a la irrelevancia. Si Anne Applebaum tiene razón y el mundo está viviendo ya “el ocaso de la democracia”, en el Ecuador estamos en noche cerrada desde hace rato.

El proyecto del partido único

Anne Applebaum sobre el Estado unipartidista: “Monarquía, tiranía, oligarquía, democracia: todas estas formas de organizar las sociedades ya les resultaban familiares a Platón y Aristóteles hace más de dos mil años. Pero el Estado unipartidista antiliberal que hoy está presente en todas partes del mundo (piénsese en China, Venezuela o Zimbabue) no surgiría hasta 1917, cuando se desarrolló en Rusia de la mano de Lenin”.

“A diferencia del marxismo, el Estado unipartidista antiliberal no es una filosofía política. Es un mecanismo para mantener el poder que funciona a las mil maravillas en compañía de múltiples ideologías”.

“A diferencia de una oligarquía normal, el Estado unipartidista permite la movilidad ascendente: los auténticos creyentes pueden progresar”.