
El imperio de las bandas en Haití
Puerto Príncipe , su capital, está bajo control de pandillas armadas
En Haití, la violencia no es una noticia de portada especial: es la rutina, el respirar diario de sus habitantes. Hoy, en abril de 2025, más del 85% de Puerto Príncipe , su capital, está bajo control de pandillas armadas. Y el Estado, ese que alguna vez prometió servir al pueblo, sobrevive apenas como un espejismo institucional. No hay control, ni justicia, ni seguridad. Solo miedo.
El país más pobre del hemisferio occidental se ha convertido en un retrato cruel del colapso social, donde desastres naturales, corrupción (nacional e internacional), impunidad y abandono global se han combinado como ingredientes de la receta del desastre que hoy es Haití.
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Todo se aceleró tras el terremoto de 2010. Aquel sismo de 7,3 grados dejó más de 200.000 muertos y convirtió barrios enteros en cementerios de concreto, incluido el propio Palacio de Gobierno. La imagen del presidente de entonces, declarando que no tenía dónde dormir, fue icónica: un símbolo de la gravedad y del desamparo.
La comunidad internacional respondió con promesas y chequeras, pero la reconstrucción fue más promesa que realidad. Fondos mal usados, corrupción a todos los niveles, campamentos sin servicios y proyectos inconclusos. La ayuda humanitaria terminó convertida en símbolo del cinismo global. Incluso organismos como la ONU fueron acusados ??de negligencia, y hubo denuncias por abuso sexual por parte de cascos azules y tráfico de menores: el lado más turbio de la ONU en su máxima expresión.
En ese vacío institucional florecieron las bandas. Ya no eran simples estructuras delictivas: se convirtieron en señores de la guerra. La más temida: G9 Fanmi y Alye, comandada por Jimmy Chérizier, alias Barbecue , un ex policía devenido en caudillo armado. Controla barrios como si fueran feudos medievales. Cobran impuestos —o como diríamos en nuestro lenguaje propio del crimen, “vacunas”—, distribuyen comida, deciden quién vive y quién muere. Enfrente están grupos como G-Pep, 400 Mawozo o Grand Ravine, cada uno con su propio ejército, su propio arsenal, sus propias alianzas.

Ya no se trata de crimen organizado: es una insurgencia urbana, con lógica territorial, hambre de poder y armamento pesado. Según informes de derechos humanos, muchas de estas pandillas utilizan la violencia sexual como táctica de control social. La población, atrapada en el medio, ha sido desplazada en masa, convirtiendo a cientos de miles de haitianos en refugiados internos de un país que ha perdido la esperanza.
Si quisiéramos ubicar un punto de partida, o la génesis de esta tragedia, podríamos señalar el asesinato del presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021. El magnicidio, ejecutado por mercenarios extranjeros, dejó un vacío de poder que fue rápidamente llenado por las bandas. Desde entonces, Haití ha sido gobernado por consejos de transición sin autoridad real. El Estado no controla ni su capital, algo que recuerda a la Somalia de los años noventa y principios de los 2000.
Para 2024, la violencia escaló a niveles dantescos. Más de 5.600 personas fueron asesinadas ese año. Un millón de haitianos huyó de sus hogares. Las calles de Puerto Príncipe se convirtieron en zonas de guerra. Mataron a ancianos acusándolos de brujos. Violaron y quemaron vivas a mujeres. La economía está paralizada. Las escuelas, cerradas. La vida, suspendida.
¿Y el mundo? Tardó más de una década en reaccionar. A inicios de 2024 se desplegó una fuerza multinacional liderada por Kenia. Una misión policial, no militar, enviada a enfrentar bandas que cuentan con fusiles de asalto, drones y control territorial. Buenas intenciones, malas proporciones de fuerza. Aunque han contribuido en la pacificación, la tarea sigue siendo dantesca.

Eso sí: hay que reconocer que varios países africanos han desarrollado, en las últimas décadas, sistemas de alianzas e intervenciones internacionales que han logrado estabilizar con éxito diversos conflictos en su propio continente. Esta es la primera vez que un país africano lidera una misión internacional de seguridad en el hemisferio occidental. Y eso no es menor.
Desde Ecuador, conviene mirar ese espejo con atención. Porque cuando la institucionalidad tambalea, cuando el crimen le pisa los talones al Estado, cuando el sistema judicial se vuelve un trámite sin consecuencias, la línea que separa el orden del caos se vuelve borrosa. La diferencia #entre un Estado y una banda es que el primero necesita legitimidad. Si la pierde, todo lo demás será cuestión de tiempo.
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