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Los militares patrullan los sectores conflictivos que han sido tomadas por las bandas delictivasarchivo

El narcoestado que nadie quiere ver

La recepción del reportaje de The Economist revela la situación de Ecuador con tanta elocuencia como el mismo artículo

De narcoestado se viene hablando en el Ecuador desde hace 15 años, cuando el Mono Jojoy admitió que las FARC habían contribuido a financiar la campaña de Rafael Correa. Pero que lo dijera Francisco Huerta, el primero en tener clara la película, era una cosa con la que se podía convivir: al fin y al cabo, ecuatoriano nomás era. Que lo diga The Economist, en cambio, una de las revistas más prestigiosas del mundo, británica por añadidura (o sea que lo dice en inglés), eso ya resulta intolerable: un atentado contra el profundo complejo de inferioridad y el inocultable anhelo de aprobación del ecuatoriano promedio (y la dirigencia política del país, hay que decirlo, es bastante promedio, en el peor sentido del término). Había, pues, que desmentirlo, y así lo hicieron analistas y ministros. Antes de que el artículo “Un viaje por el nuevo narcoestado del mundo”, de Alexander Clapp, pase al olvido por considerárselo superado, conviene analizar su recepción en el Ecuador, que habla del país casi con tanta elocuencia como el artículo mismo.

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¿Ecuador tiene un narcoestado?

Supuestos expertos en seguridad que, ahora sabemos, ni siquiera se habían tomado la molestia de revisar las estadísticas (fue necesario que un académico de la Universidad de Chicago, Arduino Tomasi, las encontrara por ellos, con nomás abrir la página Web del INEC), tuvieron la fatuidad de desechar el reportaje de The Economist por “superficial”. Y negaron que el Ecuador fuera un narcoestado en razón de supuestas listas de “requisitos” o “condiciones”, como si hubiera formalidades oficialmente establecidas que cumplir para ser admitidos en tan selecto club. Hubo quien habló de seis requisitos, alguien dijo cuatro, alguien dijo dos… El caso es que el país no las cumplía, descubrieron, lo cual sin duda desmerecía el esfuerzo periodístico de Alexander Clapp y tranquilizaba la conciencia de la patria toda. Otros son los narcoestados de este mundo. México, Colombia, Venezuela… Países que, puestos a analizar las exigentes listas de requisitos planteados, tampoco los cumplen, pero no importa: lo son.

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Los políticos hicieron su parte. “Discrepo completamente de esa afirmación, de esa generalización”, dijo el ministro de Gobierno José De La Gasca sobre la categoría de narcoestado en una entrevista en Radio Centro. Y añadió: “Puedo entenderla como una foto tomada hasta antes de este gobierno. Y hacia allá íbamos indefectiblemente si es que este Gobierno no hace lo que tiene que hacer”. En apariencia (y sólo en apariencia), la indescriptible asambleísta del correísmo Pamela Aguirre opina lo contrario: “¡El país de Correa se acabó!”, tuiteó a propósito de la realidad descrita por Alexander Clapp en su extenso reportaje: “Eso es lo que han querido y logrado durante siete años, terminar con un Ecuador que tenía seguridad, electricidad, vialidad… Ejemplo de desarrollo. Mientras pongan el odio por sobre la razón, seguirán destruyendo la patria de todos”. En el fondo, los dos piensan exactamente lo mismo: el narcoestado, vienen a decir tanto De La Gasca como Aguirre, son los otros. Por tanto, basta con acabar con ellos, es decir, basta con votar por nosotros para solucionar el problema. Así de fácil.

Bloque de seguridad 

Lo del ministro de Defensa, Gian Carlo Loffredo, es una mezcla de la cándida teoría de los requisitos (que él reduce a uno solo) y la visión maniqueísta y superflua de los otros. “Para que un país sea un narcoestado -despachó en una rueda de prensa en la que apareció rodeado de las heroicas cabezas directivas del Bloque de Seguridad- deben estar contaminadas por el narcotráfico todas sus instituciones y poderes. Y habrá personas que puedan tener dudas sobre alguna parte de nuestro Poder Legislativo, o sobre alguna parte de nuestro Poder Judicial. Pero jamás sobre el Ejecutivo”. Con el fondo musical de un improbable documental bélico en el que el ejército de los buenos fuera liberando pueblos y ciudades, el Ministerio de Defensa compartió el video de esta declaración en su cuenta de X, bajo el título de “No somos un narcoestado” escrito con letras mayúsculas y entre signos de admiración. “Y yo les quiero asegurar una cosa -remata Loffredo-: mientras este Bloque de Seguridad esté al frente del control del narcotráfico, Ecuador jamás será un narcoestado. Porque los que estamos en esta mesa, estamos dispuestos a ofrendar nuestra vida para que eso jamás suceda”.

Todas estas lecturas del artículo de The Economist comparten una misma negligencia: ninguna de ellas va más allá del título. Y se pierden en coartadas políticas, en cortinas de humo semánticas, en consideraciones irrelevantes con tal de no reconocerse en el Ecuador que aparece reflejado en el artículo de The Economist. Porque lo de Alexander Clapp es un trabajo periodístico de altísima calidad, fruto de una reportería extensiva entre las playas de Manta y las bananeras de El Oro, que retrata a una sociedad desfigurada por la guerra del narco. Y de esa sociedad (esta es la verdad que se descubre en la recepción del artículo) nadie quiere hacerse cargo.

Ahí está la comuna de Los Bajos de Pechiche, en el cantón Montecristi, cuyos habitantes se han autoimpuesto un toque de queda no oficial desde que empezaron a aparecer cadáveres por decenas en sus inmediaciones. Las avionetas que cada quince días aterrizan repletas de billetes en el terreno aplanado de El Aromo, donde la necedad de algunos persiste en ver proyectada la refinería de sus sueños de perro, para despegar cargadas de cocaína. 

El radar que debería detectarlos, desde el cerro de Montecristi, pero estalló misteriosamente en noviembre de 2021 “y nunca -dice Clapp- fue reemplazado” (omite que una docena de militares fueron imputados por el sabotaje). Ahí está también, por supuesto, la nueva “capital mundial del asesinato”, la ciudad de Durán, donde se comete “un crimen cada 19 horas” y “gran parte del aparato de gobierno ha sido secuestrado por mafiosos”. Están las cárceles que se resisten a rendirse al control del Estado, y que conste que Clapp visitó el país en junio, cuando el gobierno aseguraba haberlas sometido. Están los cerca de tres mil pescadores de Jaramijó, provincia de Manabí, un tercio de los cuales ha desaparecido en los últimos diez años. Los niños de la Cooperativa San Francisco, en Guayaquil, a los que “los mafiosos han cortado la lengua” para que no se conviertan en informantes de la Policía. Y los de Nueva Prosperina, que ganan hasta 4 mil dólares al mes por diversos trabajos: esconder droga, trasladarla, reclutar a otros niños, matar…

Cuando el ministro Loffredo salió a hacer aclaraciones sobre el reportaje de The Economist se habría esperado, por ejemplo, que desmintiera la participación de los militares en la corrupción carcelaria, en las extorsiones y en los abusos que Alexander Clapp les atribuye. Acusaciones que la reciente desaparición de cuatro niños vuelven aún más verosímiles. Cuando José De La Gasca se negó a admitir la categoría de narcoestado para el Ecuador, habría sido provechoso que describiera la verdadera situación de barrios como Nueva Prosperina. Que confirmara, por ejemplo, si es verdad o no aquello que describe el reportaje sobre el funcionamiento ahí de “un estado paralelo” (son palabras citadas a Roberto Santamaría, jefe de Policía de la zona) donde funciona una auténtica economía subterránea en la que los habitantes hacen servicios a las mafias y éstas les pagan con funditas de cocaína que han comenzado a circular como moneda incluso para la compra de artículos de primera necesidad, de modo que el simple control del barrio implica un flujo constante de dinero hacia las mafias. “El territorio en sí se convierte en el negocio”, le dijo Santamaría a Clapp. Cuando De La Gasca rechaza el término de narcoestado ¿lo hace porque eso es mentira o nomás porque no le gusta la palabra?

La participación del Ecuador en el negocio transnacional de la droga que describe Alexander Clapp con gran maestría narrativa es estructural, implica la participación de actores en todos los estratos de la organización del poder, en todo, y se traduce en la pérdida de soberanía del Estado en enormes segmentos de la sociedad y en todo el territorio. Las ‘vacunas’ que tanto agobian al país no sólo tienen fines recaudatorios, sino que sirven para “disipar cualquier duda de que la autoridad de las bandas criminales eclipsa a la del Estado”. A un país en semejante estado terminal podemos catalogarlo como narcoestado y podemos discutir bizantinamente todo lo que queramos sobre la pertinencia del calificativo para sentirnos más cómodos con nosotros mismos y no cambiar un ápice.

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