Ofensiva grafitera
En la aún recordada Revolución estudiantil llevada a cabo por elementos universitarios que conmovió a la capital francesa en los años sesenta del siglo pasado y que tuvo un muy trágico corolario, tras su influencia por buena parte del mundo, con la matanza de jóvenes también rebeldes en la plaza de Tlatelolco, en la ciudad de México, se pusieron de moda los grafitis. Con ellos los revoltosos daban a conocer en muros y paredes las causas de su rebelión. Recuerdo, con mi memoria de hormiga, dos de estas frases pintadas en las paredes de la ciudad luz: Prohibido prohibir y No hagas el amor sino la guerra.
Esta forma de expresarse, a veces con poesía e ingenio, en los exteriores de los edificios de las ciudades parece haberse puesto de moda en nuestra capital, en donde en los últimos tiempos han ido apareciendo frases y más frases que se escriben con prisa pero con aguda pasión -¿política tal vez?-, sobre todo en los sectores céntricos de ‘La carita de Dios’.
La acción de los grafiteros que más ha conmocionado, conmovido y preocupado a los quiteños ha sido la misteriosa penetración de estos “mensajeros” al lugar en que se encontraban los recién llegados vagones del Metro, que servirá para transportar a los capitalinos desde el próximo año.
A los mensajes colocados en las paredes de tales vagones primerizos se agregaron, como para emitir un claro mensaje de odio o de advertencia, manchas de pintura que al municipio dirigido por don Mauricio Rodas le va a costar una no muy despreciable cantidad de dólares remediar.
Nadie se explica -y ese es otro preocupante misterio- cómo las dos decenas de grafiteros (¿cómo se determinó su número?) pudieron penetrar y actuar a sus anchas en un lugar que, se supone, debería estar sometido a un riguroso control permanente y protector.
Pero allí no termina lo que parece haberse convertido en una forma de agresión secreta y hasta silenciosa que se expresa en mensajes que, sobre todo, han alarmado a los propietarios de las viviendas de los sectores residenciales y hasta “pelucones”, almacenes y oficinas públicas, a los que se mancha cada noche, exteriormente, con mensajes no muy amables.