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Encuestas
Usurpación. La información de las encuestas proviene, obviamente, de los ciudadanos. Sin embargo, antes de las elecciones, las tienen prohibidas.ARCHIVO

Esa ofensiva manera de tratarnos como tontos

El Código de la Democracia prohíbe publicar encuestas diez días antes de elecciones. ¿Acaso son las encuestas una mala influencia?

La prohibición de difundir encuestas, que rige diez días antes de la jornada electoral, no afecta en realidad a todas ellas: nomás a las verdaderas. En cuanto a las falsas, circulan libremente sembrando el desconcierto en redes sociales, chats, grupos de amigos y cuantos canales de comunicación escapan al control de las autoridades. Los encuestadores, por supuesto, siguen haciendo su trabajo y actualizando sus datos hasta el día cero. Pero como esa información está proscrita, salvo para una privilegiada minoría de elegidos, no hay manera de contrastar la avalancha de datos falsos con los que se manipula al elector en los decisivos días finales de la campaña. Diseñada con la idea de proteger a los ciudadanos, a quienes las autoridades electorales parecen considerar una tropa de niños necesitados de tutela, la política de prohibir la publicación de encuestas electorales surte el efecto exactamente inverso: los deja a merced de los ingenieros de la desinformación.

Ocurrió este viernes por la noche, ya en pleno silencio electoral. Un cuadro comparativo con los resultados atribuidos a varias empresas encuestadoras empezó a circular profusamente en los grupos de WhatsApp. El cuadro tenía una particularidad que, considerando el caprichoso desempeño de la encuestología criolla, resultaba inverosímil: todos los resultados eran, puntos más o puntos menos, equiparables. Y en todos ellos resultaba vencedor el mismo candidato, seguramente aquel cuya campaña había puesto a circular el cuadro: 52 a 48, en promedio. Se trataba de una falsificación, obviamente, pero una que solo podían detectar aquellas personas que se hallaban en posesión de los datos reales proporcionados en privado por los encuestadores, es decir, una ínfima minoría de ciudadanos, un selecto club de privilegiados: políticos y periodistas, en su mayoría. Si esos datos, los reales, no hubieran estado prohibidos de circular, este engaño no habría tenido lugar. Así de simple.

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Contraproducente en sus efectos, la veda de encuestas en los diez días inmediatamente anteriores a la elección es, además, irracional en los conceptos. Parte de la absurda idea de que las encuestas (que no son otra cosa que información) influyen indebidamente en la decisión de los votantes. Supone, por tanto, que los ciudadanos eligen mejor cuando están menos informados, lo cual es probablemente el razonamiento más estúpido de cuantos se puedan elaborar para justificar una ley. Finalmente, impone una diferencia odiosa entre la pequeña minoría que tiene acceso a los últimos datos y la gran masa obligada a permanecer (para su protección, supuestamente) en la ignorancia. Esto no solamente es antidemocrático por naturaleza: incluso se podría argumentar que es inconstitucional. ¿Acaso solo una pequeña élite está capacitada para manejar la información? Y los demás, ¿qué son? ¿Imbéciles?

Hay otra posibilidad y es que todo esto provenga de una suerte de conciencia de culpabilidad con respecto a la encuestología criolla. Porque si las leyes electorales consagran la idea de que las encuestas influyen negativamente en los ciudadanos y, por tanto, perjudican a la democracia, ¿qué se puede concluir con respecto a ellas? Pues que son falsas, engañosas, malintencionadas. Falsedad, engaño y mala intención que provienen directamente de la naturaleza de la política. Las encuestas electorales, o la mayor parte de ellas, son un negocio de y para políticos. Un negocio, por tanto, intocable: resulta mucho más fácil prohibírselas a los ciudadanos que regular la manera como las encuestadoras ejercen su trabajo, el tipo de relaciones que establecen con partidos y candidatos, la forma sesgada como todos ellos las administran y se sirven de ellas para sacar ventajas en el debate público. El Ecuador se ha acostumbrado a convivir, en cada período electoral, con el hecho enojoso de que hay encuestas para todos los gustos. Cada una arroja cifras diferentes. Si después estas no coinciden con los resultados de las elecciones… Pues bueno, para eso tienen la piel curtida los encuestadores y para eso han aprendido a administrar la frágil memoria de los ciudadanos. Porque ¿quién se acuerda de quiénes acertaron y quiénes erraron en cuáles elecciones?

Parecería que todo lo relacionado con las encuestas electorales en el Ecuador está signado por la mojigatería y el cinismo. Se suele acusar a los medios de comunicación de manipular la información para servir a los intereses de sus dueños (así, en términos generales) y la verdad es que la relación entre ellos, los negocios de los dueños y las políticas editoriales de los medios están a la vista de todos. Resultaría muy fácil señalar los casos concretos en que esa manipulación ocurre. No hay misterios, por decirlo de algún modo. ¿Se puede decir lo mismo de las encuestadoras? ¿Para qué políticos trabajan? ¿Quién paga sus encuestas? Cuando el encuestador X se presenta en la televisión para compartir sus últimos resultados, ¿está ofreciendo un servicio público de información a los ciudadanos o está aplicando una estrategia de comunicación del candidato que lo financia? Generalmente ocurre lo segundo. En tal caso ¿cuánto de lo que sabe dice y cuánto calla?

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En eso consiste el trabajo de un gran número de encuestadores: en trazar la estrategia de los candidatos que los contratan. Acertar o no en las encuestas que hacen públicas es secundario, en tanto no depende de eso que los vuelvan a contratar y su éxito proviene de ahí: de mantener relaciones estables con sus clientes. Sin embargo (y esto sí es culpa de los medios) ahí están ellos, con los números bajo el brazo, encarnando ante los micrófonos el autoadjudicado papel de analistas políticos independientes. Vendedores de pasta de dientes disfrazados de odontólogos.

Las encuestas de opinión son un componente tan importante de la información pública que no deberían ser patrimonio exclusivo de los políticos. En España, por ejemplo, las encuestas más confiables (tanto de temas sociales como económicos, políticos y electorales) provienen de un organismo público: el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), cuyo éxito radica en su exactitud. Con los fallos bochornosos que algunos encuestadores han tenido aquí elección tras elección (y en este punto podríamos mencionar a casi todos) el CIS estaría ya cerrado o su director, por lo menos, destituido. Cuando este (el director) acude a un medio de comunicación a hacer el análisis de sus encuestas, habla de demografía. No como aquí, que los encuestadores se convierten en autoridades del análisis político por el simple hecho de disponer de una muestra poblacional más o menos bien hecha: vendedores de pasta de dientes que pasan de odontólogos a chamanes.

Si esto estuviera regulado de alguna manera, si las encuestas electorales, por ejemplo, por su relación con la política, pudieran ser auditadas y pudiéramos conocer las más o menos turbias relaciones de las que proceden, quizá a nadie se le ocurriría prohibirnos nada. Ese día podríamos sentirnos un poco más ciudadanos y un poco menos imbéciles.

La culpa es de los medios

La Ley Orgánica Electoral, conocida como Código de la Democracia, un cuerpo legal de 383 artículos y un centenar de páginas, menciona las encuestas en una sola ocasión, y es para prohibirlas en el período inmediatamente anterior al día de los comicios. Establece una falta, una sanción y un único culpable: los medios.

Dice el artículo 302: “Cuando un medio de comunicación social publique resultados de encuestas o pronósticos electorales en los diez días anteriores al día de los comicios, o se refiera a sus datos, será sancionado el responsable con la multa de entre cinco mil dólares a veinte mil dólares; la reincidencia será sancionada con la suspensión del medio de comunicación hasta por seis meses”. El Tribunal Contencioso Electoral impondrá las sanciones.