Lenín Moreno: bendito traidor
Análisis. Los correístas lo llaman “el peor gobierno de la historia”. Exageran: ellos fueron definitivamente más corruptos
Lenín Moreno rompió con el correísmo: eso es lo mejor que se puede decir de su presidencia. Rafael Correa lleva tres años clamando que lo traicionó y es cierto: claro que lo hizo. ¿Acaso un presidente de la República puede mantenerse fiel al jefe de una banda delincuencial? Fue el caso Glas el que precipitó su ruptura: el vicepresidente que habían puesto ahí con la perspectiva de reemplazarlo, terminó en la cárcel por corrupto. ¿Tenía Moreno que jugarse por semejante angelito? Su traición no solo era necesaria sino inevitable. Más aún: en el pantano anodino, insustancial y huérfano de iniciativa que fue su gobierno, la traición ha sido su mayor virtud y su más valioso legado. Con ella abrió las puertas para la reinstitucionalización de un país que había perdido lo esencial de su democracia: división e independencia de poderes, libertad de expresión, régimen de derechos. El suyo no pudo ser el gobierno de transición que el Ecuador necesitaba (le faltó carácter para llegar a tanto), pero al menos puso un pie por fuera del infierno autoritario y corrupto de su predecesor. Y eso es algo.
Para empezar, Moreno dispuso que los parlantes del aparato de propaganda se apagaran desde el día uno. El primer sábado sin sabatina se sintió como un oasis. El fin de la insidia como materia prima del lenguaje oficial y de la comunicación pública, el cese de las cadenas difamatorias, de la presión sobre los medios de comunicación, de los juicios insulsos, de las cartas ofensivas, de la persecución a la disidencia, del espionaje a la oposición… Todo eso fue como abrir los ojos lentamente a una normalidad que el país había olvidado demasiado tiempo.
En ese intento por desarmar los mecanismos del modelo autoritario el presidente llegó aún más lejos: vía consulta popular eliminó la reelección indefinida e instauró un Consejo de Participación Ciudadana de Transición que emprendió la tarea más difícil: descabezar los organismos tomados por el correísmo. De ese esfuerzo quedan algunas de las instituciones más confiables de la democracia ecuatoriana: una Fiscalía que emprendió la investigación de los casos de corrupción más emblemáticos del decenio correísta, cuyos gestores se hallaban protegidos por una impunidad que creían eterna; un aparato de Justicia que, por lo menos, ya no recibe cartas amenazadoras desde Carondelet ni órdenes presidenciales a control remoto por televisión; y una Corte Constitucional que, por primera vez en muchos años, merece los calificativos de ilustrada y decente.
Hoy la mayoría de los antiguos aliados del jefe de Estado saliente se encuentran prófugos o presos. Ese es su legado. No sorprende que intentaran tumbarlo. Octubre de 2019 fue la aplicación de un libreto que el correísmo venía ensayando por al menos dos años, una estrategia que el agitador Ricardo Patiño explicó con toda claridad en una charla que ofreció a sus bases y fue grabada en un video cuya filtración precipitó su fuga: esperar a que el descontento social (fruto del desastre económico que ellos mismos crearon) vaya en aumento; aprovechar la primera manifestación de protesta; pasar a la ofensiva; tomar edificios públicos; incendiar las calles... Sobrevivir al golpe de Estado fue la prueba de fuego del Gobierno.
Lo demás es lo que cabía esperar. No hay que olvidar que Moreno viene de ahí mismo: del corazón del gobierno más corrupto de la historia ecuatoriana, al que se complacía en calificar de “legendario”. Aterrizó en la Presidencia de la República directamente desde Ginebra, donde vivió como duque con dinero de los contribuyentes (1,6 millones recibió en un año, en tres pagos de 533.333 dólares) sin ser funcionario público, nomás por su condición de candidato tapado de Rafael Correa para reemplazarlo y tras la fachada de un cargo diplomático en Naciones Unidas que siempre se supo que era honorario. Llegó atado de manos por una legión de amigos impresentables a quienes lo unían pactos de fidelidad inconfesables. Santiago Cuesta es el nombre más destacado de este grupo, del que también formaron parte María Fernanda Espinosa y Eduardo Mangas. A Cuesta, cuyo cargo de asesor lo exoneraba del escrutinio público, se lo vio al frente de delicados negocios con millones de dólares en juego, como la concesión de empresas públicas. Terminó embarrado en el último escándalo de corrupción del cuatrienio.
El voto 70 costó lágrimas
Leer másEl peor rostro del morenismo quedó descubierto de la peor manera por la pandemia del coronavirus: a su ineptitud para organizar, básicamente, cualquier cosa (desde recolección de cadáveres hasta campañas de vacunación, pasando por acciones de asistencia social), se sumó su complacencia ante un esquema de corrupción institucionalizada que por momentos pareció abarcar todos los espacios de lo público, incluso aquellos en los que se jugaba la vida de los ciudadanos. Desde los fondos para la construcción de hospitales hasta los contratos para la compra de fundas para cadáveres… Lenín Moreno no se inventó estos negocios sucios, que florecían desde mucho antes de su llegada a la Presidencia, pero no tuvo la iniciativa política para revertirlos cuando se convirtieron en vergüenza nacional en los días más duros de la pandemia. Todo lo contrario: su errática política de salud pública (expresada en el nombramiento de una serie de ministros desastrosos) dio rienda suelta a los escándalos.
Su gobierno ya tenía una popularidad menor al 5 por ciento (similar a la de presidentes que terminaron siendo derrocados en décadas pasadas) cuando emprendió una campaña de vacunación en la que no fue capaz de dar un palo al agua: un desastre de ineficiencia (con registros mal llevados, desinformación generalizada, atención insuficiente) y corrupción (con tráfico de influencias y vacunados VIP) que bajó aún más sus índices de aprobación.
Por si fuera poco, la pandemia empeoró los nefastos indicadores del país: pobreza, desempleo, inequidad… En materia económica, a pesar de logros como el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, el Gobierno se ha caracterizado desde el primer día por no hablar claro. Su mensaje final, pronunciado ante el presidente electo Guillermo Lasso en el primer encuentro para la transición, no puede ser más elocuente: la mesa no queda servida.
¿Ha sido este el peor gobierno de la historia, como reza la muletilla que no paran de repetir aquellos que hicieron el gobierno más corrupto de la historia? No: están hablando por la herida. Se sienten traicionados con justa razón, pues lo fueron. Ha sido un gobierno mediocre, sin duda; débil, ineficiente, carente de iniciativa y liderazgo, complaciente con quien no debía, incluyendo políticos arribistas y funcionarios corruptos. Pero no ha perseguido a nadie, no ha difamado a sus opositores, no ha silenciado a sus críticos. No ha manipulado la justicia. No ha construido realidades paralelas para imponerlas al país como verdades absolutas mediante los mecanismos de la propaganda. No ha buscado eternizarse en el poder. Y si bien ha permitido medrar a varios indeseables, no ha llegado al extremo de instalar una banda delincuencial en el palacio. Un mal gobierno, sí, pero los ha habido peores. Traidor, también, pero no lo suficiente.
Los orígenes
Moreno viene de ahí mismo: él aterrizó en la Presidencia directamente desde Ginebra, donde vivió una temporada como rey con dinero de los contribuyentes.
Transiciones
Para empezar, Lenín Moreno apagó el aparato de propaganda desde el primer día. El primer fin de semana sin sabatina se sintió como un oasis. Era el fin de la insidia.
El estado de la mesa
Uno de los legados del correísmo que no traicionó Lenín Moreno es la insana costumbre de manipular indicadores económicos (como las cifras del desempleo-, por ejemplo) o simplemente ocultarlos. Para ello, basta con cambiar de director del INEC. El presidente saliente cree que basta con decir que la mesa no está servida. Pero ¿qué sabe el país sobre el estado real de su economía?