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Estero. Rellenarlo, echar abajo el bosque protector y construir cuatro edificios encima tiene, según el Ministerio de Ambiente, "bajo impacto".EXPRESO

Radiografía de un gobierno argolla

La empresa Vinazin (o el gobierno, que es lo mismo) renunció a destruir el estero Oloncillo. Pero el debate quedó intacto.

“Como empresa hemos tomado la decisión de suspender las labores del proyecto de infraestructura Echo Olón 1”. Así empieza el comunicado que la compañía Vinazin, de propiedad de la esposa del presidente de la República, Lavinia Valbonesi, hizo público este sábado 11 de mayo, renunciando por razones políticas a un gran negocio inmobiliario que la familia presidencial pretendía emprender a costa de la destrucción de un estero y un bosque protector en la comuna de Olón, provincia de Santa Elena. Menos mal que los redactores especifican que la decisión la tomaron “como empresa”, porque todo parece indicar que quien renuncia es el gobierno. Precisamente la imposibilidad de establecer los límites entre lo uno y lo otro, entre el gobierno y la empresa, entre lo público y lo privado (imposibilidad de establecerlos porque no existen en absoluto), es lo que hace de este caso un escándalo político más allá de la dimensión del daño ecológico que implica.

No hay un sólo gesto de modestia en este comunicado: nada de lo que deban disculparse ante la comuna de Olón y el país; nada que deban rectificar o de lo que tengan que retractarse; ni un centímetro de terreno que ceder a la opinión pública que los obliga a cambiar de planes, a los ambientalistas que señalaron las miserias de su proyecto, a los comuneros que se sintieron atropellados y defendieron sus derechos. Nada. Ni un ápice. Por el contrario, el escrito público de Vinazin es de una arrogancia que descompone. Renuncian a continuar, dicen, por la manipulación de los intereses políticos, que privan con ello a la comuna de 2.783 empleos, y al país, de un nuevo centro de turismo internacional. Renuncian a pesar de que no había nada malo con su proyecto, no producía ningún daño ecológico, “jamás se tocó un manglar” (habría que añadir: todavía) y contaba con todos los permisos. En suma: Vinazin (y el gobierno, que para el caso viene a ser lo mismo) no se arrepiente de nada. Más aún: lo volverían a hacer. El debate, por tanto, queda intacto. Empezando por la más enrevesada de sus facetas: la de la manipulación del lenguaje que llevó a afirmar a las autoridades del ambiente que un área protegida no es, ni mucho menos, un área protegida.

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Área: espacio de tierra comprendido entre ciertos límites. Protegido: que recibe resguardo o amparo. Según las simples y llanas definiciones del diccionario, que son las simples y llanas definiciones que maneja todo el mundo, un área protegida es un espacio de tierra comprendido entre ciertos límites que recibe resguardo y amparo, vaya perogrullada. ¿Alguien se atreve a contradecirla? Sí: la ministra de Ambiente, Sade Fritschi, que difícilmente habla con propiedad la lengua castellana y la lee aún peor, como demostró el jueves en la Asamblea Nacional, ahora pretende adueñarse de ella. Ahora las palabras “área protegida” no tienen el significado que es evidente para cualquier hispanohablante sino aquel que su cartera de Estado ha decidido que tengan. Resulta que el Ministerio del que Sade Fritschi lo ignora casi todo (por propia confesión) ha establecido ciertos parámetros de protección ambiental a partir de los cuales ha clasificado el patrimonio forestal ecuatoriano en zonas denominadas “Bosques y Vegetación Protectores” y otras bautizadas como “Áreas Protegidas”, no porque las anteriores no lo sean sino porque así se le ocurrió a algún burócrata llamarlas. Y como el estero Oloncillo, donde la familia presidencial pretendía talar algarrobos y manglares, rellenar el cuerpo de agua y construir cuatro edificios, un malecón y demás obras de cemento, pertenece a la primera categoría, ha salido la ministra alegremente a declarar que dicha área protegida no es un Área Protegida. Manipulación artera del lenguaje que sólo deja dos posibilidades: o la ministra es tonta y no entiende lo que está diciendo o es malvada y lo hace a conciencia. Las evidencias apuntan a la primera posibilidad

En cuanto a la secretaria de Comunicación, Irene Vélez, y la coordinadora de la bancada oficialista en la Asamblea, Valentina Centeno, todo parece indicar que lo hacen a conciencia. Ambas repitieron idéntico argumento. El proyecto Echo (que así se llama el conjunto urbanístico que la familia presidencial quería construir) “no afecta áreas protegidas, tampoco afecta manglares, es de bajo impacto ambiental y ha cumplido todo el procedimiento”, ha dicho la asambleísta. A la manipulación del lenguaje se suma aquí la mentira directa: los mangles que pueblan la zona no son pocos y aparecieron en redes sociales y en todos los noticieros, justo ahí donde el Ministerio de Ambiente, con su logo y todo, puso ese letrero (probablemente Sade Fritschi iba al jardín de infantes cuando eso ocurrió) en que se lee: “Área natural protegida. Prohibido talar árboles”.

“Bajo impacto ambiental”: otra trampa del lenguaje. Una burocracia menos preocupada por la protección del medio ambiente que por el cumplimiento de la tramitología que permite vulnerarlo, pretende imponer su jerga administrativa a la sociedad y, con ella, fijar los términos del debate público. En eso consiste la manipulación en el caso del estero Oloncillo: que si el terreno en cuestión es un área protegida o un bosque protector; que si el impacto es alto, medio o bajo en los términos de quién sabe qué clasificación o reglamento; que si los permisos para echar abajo un bosque y rellenar un estero deben otorgarse en forma de registros o licencias… La defensa del medio ambiente termina convertida así en una bizantina discusión sobre nomenclaturas cuyo manejo es privativo de una burocracia especializada y que no parece tener otro objetivo que distraer a los ciudadanos del tema de fondo, a saber: que se pretendía echar abajo un manglar, rellenar un estero, encementar sus riberas y construir cuatro edificios encima. Si eso tiene “bajo impacto ambiental” según las clasificación del Ministerio, el problema es del Ministerio. Lo evidente es que rellenar un estero no puede sino provocar inundaciones aguas arriba. Lo mínimo es pedir el consentimiento de los futuros damnificados.

Que el proyecto tiene todos los permisos y ha cumplido todos los procedimientos, dicen la ministra de Ambiente, la secretaria de Comunicación, la coordinadora de la bancada parlamentaria… Pues bien, ese es precisamente el problema: que se haya concedido permisos para echar abajo un manglar, rellenar un estero y construir cuatro edificios encima sin tomarse el tiempo para hacer los estudios de impacto necesarios, ni para consultar a los comuneros de la zona. Que se haya concedido en cinco días un permiso que, en circunstancias normales, debiera tomar cinco meses. Lo cual nos lleva de las complejidades de la manipulación del lenguaje a la simpleza absoluta del abuso de poder. La empresa de la esposa del presidente, cuya representante legal lo es también del partido de gobierno y cuyos trámites de constitución fueron ejecutados por la ministra del Interior, obtiene, en tiempo récord, una autorización de la ministra de Ambiente para construir un proyecto elaborado por el ministro de Energía y defendido por su secretaria de Comunicación y su principal asambleísta. Para convencer (¿comprar?) a los dirigentes de la comuna, actúa, a nombre de la empresa, el director de la Agencia Nacional de Tránsito, mientras la Policía y hasta tanquetas del Ejército, como si de una infraestructura estratégica se tratara, se movilizan para proteger el inicio de las obras. Luego viene Valentina Centeno y asegura que se trata de un tema “de índole privada”. ¿Estamos enloqueciendo todos?

El país asiste a la instalación de un grupo de interés en las esferas más altas del gobierno y a la descarada utilización de los poderes públicos en su propio beneficio. Este grupo de interés está conformado por funcionarios unidos por fidelidades ajenas al servicio público que supuestamente brindan, fidelidades que tienen que ver con sus actividades y asociaciones privadas. ¿Acaso un funcionario de libre remoción, como el director de la ANT, podría negarse a ofrecer servicios de la índole que sean en beneficio de una empresa de la familia presidencial? Así que su cargo depende de su fidelidad, no a las leyes que lo rigen sino a la persona que se lo concedió y podría quitárselo con sólo un gesto de la mano. Esta clase de manejos tiene un nombre: corrupción.

Los comuneros en Olón reclaman por la construcción en la zona protegida. Su rechazo a la tala de manglar se viralizó en redes.

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