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Rafael Correa y Jorge Glas
Estados Unidos prohíbe la entrada a Rafael Correa y Jorge Glas por casos de corrupciónarchivo

A Rafael Correa la realidad le estalló en la cara

La revocatoria de la visa estadounidense al expresidente prófugo marca un antes y un después en su autoexilio dorado

De los últimos tres expresidentes latinoamericanos que han sido sancionados por Estados Unidos con el retiro de sus visas, sólo uno (el prófugo de la justicia ecuatoriana Rafael Correa) es un político de izquierda. Los otros dos, el guatemalteco Alejandro Giamattei y el paraguayo Manuel Cartes, son lo que el propio Correa llamaría representantes de la larga noche neoliberal: conservadores, defensores del capitalismo y de la propiedad privada, proempresarios, anticomunistas, admiradores del ‘american way of life’… Nada tienen en común con Rafael Correa estos dos derechistas de manual. Bueno, sí, hay una cosa: ellos también son corruptos. De hecho, en ese aspecto Giamattei es alma gemela: montó una estructura delincuencial en el Estado para cobrar sobornos a cambio de contratos de obra pública. A la hora de prohibir su entrada, al gobierno de Estados Unidos le da lo mismo la ideología que los corruptos digan profesar.

Este simple hecho debería bastar para echar por tierra la teoría de la retaliación política que la internacional progresista ha enarbolado en defensa de Rafael Correa y en contra del estricto derecho de admisión. La idea de que la decisión del Departamento de Estado es una represalia por su reciente encuentro con el hacker australiano Julian Assange en Estrasburgo, fue lo primero que se le ocurrió al expresidente prófugo y la reacción inmediata que consignó en un tuit tras conocer la noticia. Desde entonces se han hecho eco de ella todos sus aliados a ambos lados del Atlántico, desde el Grupo de Puebla hasta el Observatorio Internacional del Lawfare, pasando por el CEPR (el ‘think tank’ de la izquierda chavista estadounidense) y el comité prolibertad de Jorge Glas del que forman parte morenitas mexicanos y podemitas españoles.

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Se da importancia Correa. Y se la dan. Puesto a buscar antecedentes, desempolva los de la Guerra Fría, incluso los del macartismo. Soltó un video en el que se compara con Picasso, hay que ver, y con Bertolt Brecht, a quien ha oído nombrar porque Silvio Rodríguez lo cita en una canción. Y pretende que su reunión con Julian Assange para planificar la revolución intercontinental le quitó el sueño al imperio. La verdad es que fue un encuentro intrascendente, reseñado por nadie y sin otro efecto que el de alimentar su ya hiperdesarrollado ego. Puesto a perseguir políticos de izquierda que constituyan una auténtica amenaza, el Departamento de Estado empezaría por cualquier otro, no por un patético personaje con trastorno de adicción a internet que se pasa 24 horas al día incordiando a sus conciudadanos en el Twitter.

Resulta mucho más razonable suponer que la suspensión de la visa tiene que ver no con la olvidable y ya olvidada reunión de Correa con Assange, sino con otro acontecimiento reciente de muy distinta naturaleza: el juicio a Carlos Pólit en Miami, que concluyó con la sentencia de 10 años de prisión para el contralor del correísmo por haber lavado en Estados Unidos su dinero sucio. Dinero sucio proveniente del cobro de sobornos a contratistas del Estado. Contratistas del Estado con los cuales se armó una auténtica estructura de delincuencia organizada dirigida desde Carondelet. Estructura de delincuencia organizada que fue el meollo del caso Sobornos, por el cual el expresidente prófugo (que la dirigía), el vicepresidente convicto Jorge Glas y otros 16 procesados fueron condenados a prisión. El Departamento de Estado conoce el expediente desde los tiempos de Lenín Moreno, cuya cancillería se lo remitió, y lo ha estudiado lo suficiente como para entender que no se agota en la caricatura correísta del “influjo psíquico”.

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Ahora, gracias al caso Pólit, la existencia de esa estructura de delincuencia organizada dirigida desde Carondelet quedó confirmada y demostrada en una corte de justicia del estado de Florida. El Departamento de Estado ya no tenía motivo alguno para dudarlo: Correa es un corrupto.

“Correa y Glas abusaron de sus cargos como expresidente y exvicepresidente de Ecuador, respectivamente, al aceptar sobornos, incluso mediante contribuciones políticas, a cambio de otorgar contratos gubernamentales favorables”. Lo dice el comunicado oficial del gobierno de Estados Unidos. No es necesario inventarse otras explicaciones conspiranoicas para lo que está clarísimo.

“La maldad humana”. “Nueva idiotez hecha por los gringos”. “Meten hasta la familia”. “Considero su maldad una condecoración imperial”. “Pero si nadie les ha pedido visa”. El expresidente prófugo vive las etapas del duelo como una auténtica montaña rusa de sensaciones: tras la negación y la ira, la negociación. Lo último es fingir desinterés, como la zorra de la fábula, que no alcanza a coger las uvas y se consuela diciendo que están verdes. Al fin y al cabo ¿quién quiere ir a Estados Unidos? Correa no lo hace desde 2016, se apresuró a sacar cuentas su excanciller y adulador de bolsillo Guillaume Long. Es el país “de los tiroteos escolares y del fentanilo”, hizo notar un influencer correísta aún más despistado. Como si el único efecto de semejante decisión fuera no poder entrar a Estados Unidos. Correa, que no tiene un pelo de tonto, entiende la dimensión de lo que le acaba de ocurrir. Porque en la historia de su autoexilio dorado hay un antes y un después de este momento. A partir de ahora, las cosas se pintan cuesta abajo.

Para empezar, esto podría afectar su propia situación en Bélgica, donde no es un asilado político como pretende sino un refugiado por reunificación familiar (reunificación familiar inexistente, pues está separado de su mujer y vive solo, es decir, lo suyo es una estafa al Estado belga). Bien podría el gobierno de ese país, una vez conocida la decisión del Departamento de Estado, solicitar información a Washington y, probablemente, revisar su estatus, como dijo el excanciller Juan Carlos Holguín a periodistas de este Diario que lo entrevistaron.

Y si Interpol no le ha puesto un dedo encima hasta el momento, eso también podría estar a punto de cambiar. Holguín hizo notar que el pedido de difusión roja que presentó Ecuador estaba “deliberadamente mal hecho”, y fue rechazado por esa razón. Un nuevo intento podría arrojar, ahora, resultados muy distintos.

Tampoco en el país le irán mejor las cosas. Si las sanciones de Estados Unidos a Correa y Glas tuvieran un seguimiento y un desarrollo similar al de aquellas contra los expresidentes de Guatemala y Paraguay, Alejandro Giamattei y Manuel Cartes, cabe esperar dos o tres años de crecientes complicaciones para sus operadores judiciales y políticos, sus aliados y sus financistas. No solo a las familias de Giamattei y Cartes se hizo extensiva la revocatoria de las visas, incluidos hermanos y hasta sobrinos con residencia en Estados Unidos, que terminaron siendo expulsados, sino a sus diputados en el Congreso. En el caso del expresidente paraguayo, también hubo sanciones económicas a empresas en las que tenía participación accionaria. Así las cosas, ¿se sentirán cómodos los jueces ecuatorianos llamados a conocer, por ejemplo, un recurso de revisión en favor de los exmandatarios? ¿Se sentirán seguros sus propios asambleístas o empezarán a considerar otras alternativas políticas?

En cuanto a Jorge Glas, su situación ya es un asunto de política interna en México. Esta semana, el nuevo canciller de ese país, Juan Ramón de la Fuente, tomó posesión de su cargo en el Senado, no sin antes oír lo que no quería: “¿Vamos a seguir usando nuestras embajadas como cuevas de criminales?”, le preguntó la senadora del PAN Lili Tréllez a propósito de Jorge Glas. ¿Seguirá insistiendo México en el asilo político del exvicepresidente, ahora que su más importante aliado lo ha declarado persona no grata? Ya pueden los chicos del ‘lawfare’ y sus amigos del Grupo de Puebla seguir creyendo en las fábulas heroicas de los exmandatarios perseguidos y en todo lo que quieran. El hecho es que lo de esta semana fue un baño de realidad que tarde o temprano les reventará en la cara.

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