El regreso de los amorales
“O se cae este paquetazo o se cae este gobierno”. En el vestíbulo de la Asamblea Nacional, rodeado por los integrantes de la bancada correísta, el dirigente del movimiento de la Revolución Ciudadana Virgilio Hernández hace un llamado a la “resistencia generalizada” y anuncia movilizaciones en todo el país. Cinco años atrás, cualquier líder político o dirigente social que se hubiera permitido utilizar esas palabras habría terminado crucificado en las sabatinas, arrastrado al escarnio público en cadena nacional siete días por semana, acusado ante los jueces por desestabilizar la democracia y encarcelado por terrorista. Y Virgilio Hernández, lo mismo que los asambleístas que lo escuchan con impávido asentimiento y entre los cuales figuran varios ministros, gobernadores y funcionarios de esos tiempos, habrían guardado cómplice silencio.
¿Sería demasiado pedirles que al menos sean capaces de notar la diferencia entre un gobierno, el suyo, que criminalizó la protesta social y otro que les permite ejercerla con cajas destempladas? ¿Que reconozcan haber contribuido a la persecución de personas que cometieron el crimen de hacer lo mismo que ahora ellos hacen y decir lo que ellos dicen? Sí, sería demasiado. Porque la deshonestidad intelectual es la esencia del correísmo.
Pabel Muñoz, el planificador de un gobierno que echó abajo la estructura del Estado con el espejismo de refundarlo todo, hoy argumenta ante la Asamblea que “no se puede resetear la República cada diez años”. Y defiende así un sistema de contratación pública que dio rienda suelta a la codicia y permitió, con su firma de responsabilidad, la multiplicación de contratos dentro de contratos hasta el infinito, hasta el absurdo, hasta el infame saqueo.
Marcela Aguiñaga, la vicepresidenta de una Asamblea que votó a favor de la penalización del aborto de la mujer violada, que guardó silencio cuando se lo mandaron y hasta cantó las virtudes de la sumisión al macho alfa, hoy se convierte en adalid de la causa exactamente opuesta, como si ella y nosotros hubiéramos nacido ayer y sin siquiera sentirse obligada a dar explicaciones, mucho menos a asumir responsabilidades.
¿Qué clase de operación sicológica hace posible esta falsificación moral, esta ubicuidad política, este insolente descaro? Hay que haber extirpado hasta el mínimo resto de integridad en el último resquicio de la conciencia para ser capaz de sostener dos principios contradictorios según la ocasión exija y aceptar ambos a la vez. Para falsear la realidad en función de las propias conveniencias y conservar, al mismo tiempo, la firmeza de las intenciones característica de la honradez, pura fachada. ¿Qué se puede esperar de los inventores de la farsa del 30-S, el-día-en-que-nació-la-democracia? Ya lo demostraron: cualquier cosa. Hasta el sacrificio de vidas inocentes.
Hoy vuelven a la carga y se rasgan las vestiduras ante un paquete de medidas económicas que, acertadas o erradas, nadie habría tenido que tomar si ellos no se hubieran llevado el país al peso. Los que distorsionaron la economía y despilfarraron la mayor bonanza petrolera de nuestra historia; los que hipotecaron el país con deudas de intereses desproporcionados; los que se acostumbraron a una vida de reyes y nos saquearon todo, hasta los fondos de la seguridad social, ahora se quejan porque alguien tiene que tomar medidas que nos saquen del hueco donde nos dejaron. Y aprovechan la ocasión para vender la idea de que con ellos estábamos mejor. Es como si el tumor echara la culpa al médico que amputa el miembro: fíjese usted, señor tullido, con cáncer estábamos mejor.