Los soldados sepultureros del COVID-19
Cinco militares cuentan sus vivencias de dos meses sepultando cuerpos. En un día llegaron a enterrar hasta 120 víctimas del coronavirus; ahora, no más de dos y tres.
Estaban preparados para enfrentar los peores escenarios y a los más acérrimos enemigos, pero jamás a uno invisible. Los 75 militares, los mejores de su clase, escogidos por su juventud y su fortaleza física y mental, llegaron a los cementerios con la misión de realizar un trabajo que nadie estaba dispuesto a hacer en ese momento. Se toparon con lo inimaginable: contenedores con cientos de muertos del COVID-19.
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Era el 1 de abril del 2020. “Un miércoles de horror”, dice el teniente Ricardo Valencia, comandante del escuadrón de rescate del grupo de Fuerzas Especiales de la FAE. Un día húmedo, con un sol calcinante y una temperatura de 34 grados centígrados. “Me sofocaba”, añade. No solo vestíamos el uniforme militar. Estábamos cubiertos con un traje impermeable desde los tobillos hasta la cabeza, botas, mascarillas, gafas y tres pares de guantes -dos de látex y uno de caucho- sellados con cinta adhesiva al resto de la vestimenta”.
El capitán Julio Urbano, uno de los comandantes de los grupos sanitarios de emergencia, asegura: “Esa protección nos mantuvo libres del contagio”.
Crónicas para escapar del encierro
Leer másEl coronavirus mató a miles en sus casas y en los hospitales. La mayor parte de ellos fueron llevados en contenedores a los camposantos Parque de La Paz, en La Aurora y el de Pascuales. “El olor a muerte era irrespirable”, dicen los soldados sepultureros de las víctimas del COVID-19.
Mauricio Almachi, soldado de la Unidad de Transporte del Ejército
Los primeros cincuenta cuerpos enterrados el 1 de abril, únicamente identificados con el nombre en el pecho, fueron sacados por tandas de los camiones y colocados en los féretros dispuestos en el piso de tierra. Tras cumplirse con las formalidades legales, de las que se encargaba personal del cementerio, se asignaban las tumbas. En cada tanda de sepultura, con un toque de trompeta y cuatro minutos de silencio como si fuesen soldados caídos en combate, se despedía a los caídos del COVID-19.
Desde el 1 de abril hasta el 29 de mayo, los grupos sanitarios de emergencia sepultaron 1.462 fallecidos. En La Aurora están en bóvedas y en Pascuales, en tumbas cavadas en la tierra.
“Nadie nos preparó para lo que hemos vivido. Los primeros días fueron de terror. Hubo momentos en los que ya no soportábamos el cansancio de cargar tantos muertos descompuestos. Teníamos que sacarnos las máscaras para tomar agua y poder seguir”, cuenta el teniente Valencia (30 años). “No comíamos”. El olor a mortandad exacerbó su miedo a enfermarse. En las noches, se enchufaba ánimo hablando por teléfono con sus padres y su esposa, que sigue atrapada en Venezuela, a donde viajó antes de que se cerraran los aeropuertos.
El soldado Mauricio Almachi (23 años) tampoco ha podido estar con su esposa e hijo de cuatro meses que viven en Quito. Pensaba y pedía a Dios por ellos mientras acarreaba cadáveres de los camiones a los ataúdes y después estos hacia el sitio de sepultura. “Las jornadas empezaban a las ocho de la mañana pero sin hora de término en la noche... En mi primer día temblé cuando se salió de la mortaja un brazo del muerto que cargaba. No pude comer. Creo que dormí un poco por el cansancio que tenía”.
“Días eternos”, cuenta el subteniente de Ejército, Erick Calderón (24 años). “Obtenía fuerzas de mi convicción de ayudar a los fallecidos como si fuesen mis compañeros de guerra”. Su día más duro, un viernes. “Eran las seis de la tarde y parecía que ya acabábamos, pero llegó un contenedor. Sentí que recién empezamos. Terminamos a las diez y media de la noche”. De esos días hubo muchos.
El cabo Víctor Cedeño Mora (32 años) aún siente el dolor de ver a tantos cuerpos juntos y sin ningún familiar despidiéndolos. “De 100 a 120 cuerpos diarios”. El recio hombre del Grupo de Fuerzas Especiales de la FAE no pudo contener las lágrimas. Pensó en su abuela Maura Morán, quien semanas después fue otra víctima del enemigo invisible: el COVID-19. Él logró viajar a la provincia de Los Ríos para sepultarla. Pero tuvo que volver enseguida para ayudar a cargar más muertos, unas veces en La Aurora, otras veces en Pascuales.
“Resistimos con ñeque porque no había de otra”, añade su compañero Valencia, que un día cargó cadáveres hasta las once y media de la noche. “Pedí a Dios por sus familias. Las piernas se me doblaban. Era más cansado cuando teníamos que subir ataúdes en la parte más alta de las bóvedas en La Aurora”.
Al término de cada jornada empezaba la asepsia que los mantenía sanos. Un equipo de al menos 25 personas apoyan las tareas de desinfección. Primero un baño con amonio cuaternario para poder retirarse el traje impermeable, las botas y guantes de caucho, que después eran incinerados. Una segunda desinfección permitía quitarse los demás guantes, mascarillas y daba paso a la última limpieza en las duchas.
El capitán Julio Urbano, uno de los comandantes saliente de los grupos sanitarios de emergencia, celebra que ninguno de los 75 militares se haya contagiado del virus. Se les hizo pruebas a todos. Para él, lo más duro y doloroso, fue sentir la soledad en esos momentos. “No hubo ningún familiar para darle el último adiós. Nosotros suplantamos esa ausencia”.