Trump y los molinos de viento
en el Día Internacional de la Madre Tierra (22 de abril pasado), se cumplió un año de la ceremonia de firma del Acuerdo de París, hito del multilateralismo y el avance más importante en la historia de la lucha global contra el cambio climático. El tratado entró en vigor en noviembre y cuenta con 195 firmantes (143 ya se han constituido en Estados parte). Desgraciadamente no todo son buenas noticias: los derroteros por los que discurre la política energética estadounidense con la administración Trump han empañado el primer aniversario.
El objetivo central del Acuerdo de París es que, durante este siglo, el aumento de la temperatura media mundial se mantenga claramente por debajo de 2°C con respecto a niveles preindustriales. Se ha logrado que países en vías de desarrollo como China (mayor emisor mundial de GEI) e India (el tercero) arrimen el hombro. El acuerdo se apoya en las “Contribuciones Nacionalmente Determinadas”, establecidas voluntariamente por los Estados parte. Durante la campaña electoral estadounidense, Trump se comprometió a “cancelar” el Acuerdo de París; su posición evolucionó y posteriormente dijo mantener “una mente abierta” al respecto. Pero en marzo pasado propuso presupuestos federales que no van en consonancia con el espíritu de París, que eliminarían la inversión en investigación sobre el cambio climático y reducirían en casi un tercio los fondos de la Agencia de Protección Medioambiental. Además presentó una orden ejecutiva que aboga, entre otras cosas, por desmantelar el principal pilar de las regulaciones energéticas de Obama: el “Clean Power Plan”, diseñado para limitar la combustión de carbón en centrales eléctricas y apostar en mayor medida por las energías renovables. Paradójicamente, la imposibilidad de que la industria del carbón vuelva por sus fueros se debe en parte al compromiso de Trump con la promoción del gas de esquisto (“shale gas”). Su auge en la última década ha contribuido a reducir los precios del gas natural, lo cual por efecto del mercado ha hecho que disminuya la cuota del carbón en la combinación energética estadounidense.
El gas natural tiene la ventaja de que genera aproximadamente la mitad de dióxido de carbono (CO2) que el carbón convencional y en principio resulta menos nocivo, siempre y cuando se controlen de forma estricta las fugas de su principal componente, el gas metano. Además, el sector privado percibe a las energías renovables como un negocio cada vez más rentable. Se calcula que, en EE. UU., los costes de la energía eólica han caído en dos tercios desde 2009 y los de la energía solar a escala de servicio público han disminuido en un 85 %. De consolidarse la apuesta de Trump por los combustibles fósiles, la independencia energética estadounidense que se propone promover se vería socavada a la larga y otros países tomarían las riendas de una cuestión política y económica que va a marcar el siglo XXI.
De persistir las tendencias actuales de emisiones de GEI no conseguiremos alcanzar las metas establecidas en París. Seguimos necesitando una mejor regulación dentro de cada Estado; es preciso un enfoque multilateral y coordinado como el que ofrece el Acuerdo de París.
Defenderlo es un imperativo.