El tuitero más tóxico de la red
El expresidente prófugo es, de lejos, el político ecuatoriano más activo del Twitter. La mayoría de sus mensajes destilan veneno
Rafael Correa tuitea más mensajes al día que este Diario. Más mensajes al día que El Comercio de Quito. Más mensajes al día que TC Televisión y el noticiero de Ecuavisa juntos. Él solito dedica más tiempo a las redes sociales que la mayoría de los ‘community managers’ más activos del país. El miércoles primero de junio, por ejemplo, entre retuits y mensajes propios, fueron 58; el martes 7 de junio, 75; el jueves 9 de junio, 94… ¿Cuánto es eso en tiempo de navegación? Difícil decirlo, pero más de lo aconsejable para la salud mental, sin duda: si se revisan los horarios de sus publicaciones, es fácil concluir que el expresidente prófugo pasa, un día sí y otro también, colgado del Twitter. Esta febril actividad, combinada con su masiva cantidad de seguidores (3’786.000) y con la inveterada costumbre de retuitearlo sin importar lo que diga, adoptada por aquellos que han hecho suya la consigna de soy-borrego-y-no-lo-niego que acuñó el cantautor Hugo Idrovo, dan como resultado una presencia apabullante. No hace falta seguirlo para encontrárselo a cada rato. Su compulsión ha logrado reproducir en el Twitter aquel fenómeno que supo crear con sus propias sabatinas, esa sensación de inevitabilidad y omnipresencia.
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Leer másCon este flujo ininterrumpido de mensajes, Correa genera más debate público en las redes que cualquier otro político ecuatoriano, incluido el presidente de la República. De hecho, la mitad o más de lo que se dice sobre Guillermo Lasso y su gobierno proviene de sus mensajes, en los que se repiten y machacan ideas elementales (ideas que caben en un puñado de consignas) hasta que se convierten en tendencia. Correa es capaz de posicionar lo que sea, incluso la paradójica noción de su propia inocuidad: un presidente que gobernó hace cinco años, que ni siquiera está en el país y al que sin embargo no han parado de perseguir por puro odio. ¿Por qué no dejan de hablar de él?, se preguntan él y sus borregos como si no estuviera marcando la pauta de la política nacional. Y se contestan: porque están enamorados; porque tienen una fijación romántica de naturaleza homoerótica que los troles no paran de subrayar con alusiones más o menos veladas, más o menos explícitas según el lugar que ocupen en la escala borreguil. “Ese señor no puede vivir sin mí”, dice Correa, y no falta quien comparta el video de la canción de El Buki, con el burdo montaje de la cara del señor en cuestión llorando lágrimas de cocodrilo: “No hay nada más difícil que vivir sin ti”. Video que no tarda Correa en compartir sin comentario o con el muy escueto de una carita risueña: 500 retuits, 1.200 ‘likes’. Así se neutraliza el debate público: con el recurso del absurdo y de la farsa, el cargamontón y la chacota.
El resto es cuestión de prepotencia. Correa es el tuitero más tóxico de la red. Se presenta como la última autoridad moral e intelectual de la nación, alguien con atribuciones para poner a cada quien en el lugar que él, en su altísima superioridad, ha decidido que le corresponde. Tiene las palabras “tonto”, “estúpido” e “idiota” a flor de labios, o mejor dicho de dedos, cuando le da a la tecla, y se las aplica indistintamente a cualquiera que discrepe, empezando por el presidente de la República, ese “mediocre y mentiroso” que no tiene “la decencia de decir: soy un demagogo, mentí y ofrecí idioteces”; y su equipo de gobierno, que “con sus odios, estupideces y desesperación, nos están haciendo retroceder siglos en civilización”.
Si el periodista Arturo Torres comparte un artículo sobre cómo el gobierno de Correa puso al país a depender de Rusia en materia de exportaciones bananeras, le responde que “para idiota no se estudia”. Si Alberto Acosta Burneo opina que el correísmo no quiso construir una nueva vía entre Machala y Guayaquil por razones políticas, se le burla con el meme del personaje al que se le cayó el cerebro y dice que “si las idioteces pagaran IVA” él sería “uno de los mayores contribuyentes”. Si Fernando Villavicencio exhibe documentos que muestran cómo Jorge Glas desvió los fondos de la reconstrucción de Manabí, exclama “¡Qué cantidad de idioteces habla este enfermo!”. Si el procurador Íñigo Salvador declara su intención de iniciar un proceso de repetición por el caso El Universo, lo llama “odiador, tonto y sin escrúpulos”. Si el periodista Jonnathan Carrera le recuerda, con documentos inapelables en la mano, que 585 jueces fueron destituidos en su gobierno “por no aceptar sus imposiciones”, Correa se lo saca de encima con descaro: “No quiero discutir con usted, dada su incapacidad sería perder el tiempo”.
Así con todo el mundo. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, es un tonto. El director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, habla estupideces. El asambleísta Guido Chiriboga habla idioteces. El periodista Christian Zurita es un enfermo. El jurista Ismael Quintana, un “elemental e ignorante”. Cualquier anónimo ciudadano que se atreva a dirigirle una crítica se expone a ser tratado de la misma manera. “¿No le da vergüenza hablar tanta idiotez?”, le dijo a uno. “¿Es idea mía o estamos en una época en la que cualquier idiota ya ni siquiera tiene vergüenza de escribir idioteces?”, respondió ante la opinión de otro. Y sobre un tercero al que acababa de bloquear puso lo siguiente: “Dudé en bloquearlo, porque claramente más que malo, es tonto, pero, al ver su foto (que por cierto no tenía nada de especial), despejé todas mis dudas”. Nunca un argumento. Nunca una razón. Nunca un intento por convencer con las palabras. Para él solamente hay tres: “tonto”, estúpido”, “idiota”.
Correa no se siente obligado a respetar a nadie. No se rinde ni ante la dignidad de los años. Dos dignísimos octogenarios como Francisco Huerta Montalvo y Simón Espinosa Cordero, hombres honestos, íntegros, con décadas de servicio a la nación a sus espaldas, han sido también blancos de la intemperancia del prófugo (como si pudiera alcanzarlos desde su alcantarilla): del primero dijo que “da asco”; al segundo lo llamó “anciano senil que dice tonterías”. ¿Quién, entonces -es la pregunta de cajón- sí le gusta? ¿De quién ha hablado bien Rafael Correa, digamos en las últimas dos semanas? Bueno, básicamente, de nadie. O sí: hubo una persona, una sola, que fue objeto de elogiosos comentarios: el exdirigente de los Latin Kings y hoy asambleísta de su partido Ronny Aleaga.
Entrar en la cuenta de Twitter del expresidente prófugo es una tarea para minadores de basura. Uno bucea entre la podredumbre con la esperanza de rescatar algún escombro, alguna pieza utilizable, un resto de cualquier cosa que se pueda reciclar y sirva para algo. Pero Rafael Correa no aporta nada que no sea el veneno que destila. Tanta superioridad moral e intelectual, tanto desprecio por el prójimo expresado en tanto insulto, tanto odio gratuito repartido entre tanta gente y amplificado por tantos, compartido, retuiteado, imitado, admirado, convertido en ejemplo de comportamiento, todo eso ha vuelto irrespirable el ambiente de un debate público nacional ya de por sí enrarecido. Desde su refugio en Bélgica, Rafael Correa despliega una actividad incansable de comunicación con el único objetivo de mantener crispada a la república. Es, de lejos, el odiador en ejercicio más insigne de la red.
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La enorme cantidad de seguidores de Rafael Correa en el Twitter, contrasta con el bajísimo número de cuentas a las que él sigue: apenas 30. Están el Papa y su partido, su abogado y la perfecta de Pichincha, Evo Morales y Nicolás Maduro, Ricardo Patiño y Alexis Mera, alguno de sus medios digitales de propaganda, Inna Afinogenova, la Internacional Progresista, Ronny Aleaga y pocos más. Como si el hecho de que Correa siga la cuenta de alguien fuera una especie de distinción honorífica que no cualquiera se merece. El caso es que su ‘timeline’, es decir el repertorio de mensajes, debe ser francamente aburrido pero, sobre todo, bastante restringido. ¿Cómo hace, entonces, para retuitear a tanta gente? Porque basta con que un anónimo estudiante de Yachay comente algún éxito académico; o que un oscuro militante de Pascuales lance una frase chispeante en apoyo a Jorge Glas; o que un periodista al que considera enemigo publique algo que lo haga merecedor de un insulto, para que Correa lo retuitee o lo comente. ¿Trabaja para él una red de tuiteros que le remiten información que le puede interesar? ¿O quizás -menos aparatoso y, por tanto, más probable- mantiene abiertas otras cuentas secretas, bajo seudónimo, en las que él resulta seguidor de 3 millones de personas? Ahí sigue a Guillermo Lasso y a Diana Salazar, a Carlos Vera y a los 4 pelagatos, a Iván Duque y Joe Biden, en fin, a miles de personajes inconfesables que lo mantienen enganchado en la pantalla reventándole la bilis que después destila en sus mensajes. A lo mejor Rafael Correa tiene un serio problema.