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Las denuncias de violencia política de género presentan figuras públicas en contra de sus adversarios en el TCE.
Las denuncias de violencia política de género presentan figuras públicas en contra de sus adversarios en el TCE.Foto: Cortesía Facebook TCE

La última moda en fraude judicial

La infracción electoral de violencia política de género nada tiene que ver ni con las elecciones ni con el género

Las denuncias por violencia política de género se salieron de control. Semana tras semana no paran de acumularse en el Tribunal Contencioso Electoral (TCE), que es el que se encarga de estos asuntos, tengan o no tengan relación con las elecciones. De hecho, casi por regla general no la tienen. En el fondo, estamos ante la nueva, infalible herramienta para judicializar el debate político cuando una de las involucradas es mujer.

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¿El presidente de la República quiere sacarse de encima a su vicepresidenta incómoda? Violencia política de género. ¿El alcalde de Guayaquil se hace el loco con la intención de una asambleísta de investigarlo por el turbio asunto del tráfico de gasolina? Violencia política de género. ¿Los correístas acusan de plagio a la fiscal? Violencia política de género. ¿La vicepresidenta acusa de violencia política de género a una asesora presidencial? ¡Violencia política de género!

Tan solo en la última semana, tres nuevas denuncias fueron admitidas: dos contra el alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez, y una contra la vicepresidenta de la República, Verónica Abad. Se suman a la que la propia vicepresidenta había presentado contra Daniel Noboa y tres funcionarios de su gobierno, así como al caso ya resuelto de la fiscal Diana Salazar contra la activista Priscila Schettini, que a su vez había denunciado de lo mismo al periodista Carlos Vera. Ninguno de estos casos tiene que ver, ni remotamente, con procesos electorales. 

¿El TCE debe conocer las denuncias de violencia política de género?

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¿Por qué tendrían que ser conocidos entonces por el Tribunal Contencioso Electoral? Supuestamente, porque la “violencia política de género” es una de las infracciones electorales tipificadas por la Ley de Elecciones. Pero, ¿que cosa es una infracción electoral?

Artículo 275: “Infracción electoral es aquella conducta antijurídica que afecta los derechos de participación o menoscaba los principios de igualdad y no discriminación, transparencia, seguridad y certeza del proceso electoral”. Estas últimas tres palabras (“del proceso electoral”) dan sentido a todas las anteriores: resulta apenas natural y obvio que las infracciones electorales sean aquellas relacionadas con el proceso electoral. 

Sin embargo, parece que semejante simpleza no se entiende o no quiere entenderse. El equívoco proviene de una lectura parcial de la ley. Quienes auspician estos casos ante el TCE suelen omitir sistemáticamente esas palabras: “del proceso electoral”. Se quedan con estas otras: “menoscaban los principios de igualdad y no discriminación”. Y como los principios de igualdad y no discriminación pueden ser menoscabados en todos lados, serían capaces de encontrar infracción electoral hasta en el fútbol.

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Está, por ejemplo, el caso contra Carlos Vera: Priscila Schettini, operadora correísta, se sintió ofendida por un mensaje que el periodista había retuiteado (ni siquiera era el autor) en el que se comentaba su papel en la estrategia para destituir a la fiscal Diana Salazar y se la identificaba como “esposa del exdefensor del Pueblo Freddy Carrión” (lo cual es estrictamente cierto). 

A ella le pareció que, al llamarla de esa forma, se estaba menoscabando su identidad individual y sus propios logros profesionales, así que denunció a Vera (no al autor del mensaje original; tampoco a las centenares de otras personas que también lo compartieron: solo a Vera) por la infracción electoral de violencia política de género. Perdió. 

Luego vino Diana Salazar, víctima de una intensa campaña de desprestigio en redes sociales, y denunció a Schettini ante el mismo tribunal por idéntica infracción. Ganó. ¿Qué tiene de electoral el caso de plagio que construyó el correísmo contra la fiscal? ¿Cómo pudo el TCE declararse competente para conocer estas denuncias?

Con los casos que ahora esperan su turno para ser tratados en audiencia (las denuncias de una asambleísta y una concejal contra el alcalde de Guayaquil, la disputa entre el presidente y la vicepresidenta de la República) pasa exactamente lo mismo: ninguno tiene que ver con procesos electorales. Estamos ante la manipulación de un procedimiento judicial con fines estrictamente políticos, manipulación que pasa por desnaturalizar al TCE y convertirlo en una suerte de juzgado civil donde ventilar asuntos ajenos a sus competencias, conflictos políticos, no electorales, en los que una de las partes (o las dos) resulta que son mujeres.

Y como ya se ha vuelto costumbre cuando de derechos de las minorías se trata, la ley no escrita de la corrección política y el criterio de conveniencia woke se imponen incluso ahí donde la ley escrita es clara y no ofrece espacio para dobles interpretaciones.

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Pero hay algo aún peor: no solo que estas supuestas infracciones electorales no tienen nada que ver con los procesos electorales sino que la mayoría de ellos ni siquiera califican como casos de violencia política de género. Porque no basta que una mujer se sienta insultada o denigrada (ni siquiera que objetivamente lo sea) para que se configure ese tipo de agresión: es necesario (y la Ley de Elecciones es muy clara al respecto) que ese insulto o esa expresión denigrante esté basada en estereotipos de género. 

Ataques en política y a funcionarios

Como cuando Rafael Correa le dijo a Cynthia Viteri que dejara la política y se dedicara al maquillaje: expresión de un prejuicio en la asignación de roles a las mujeres; palabras que nadie diría de un hombre; insulto dirigido específicamente a la condición de mujer de la aludida; discriminación pura.

No así cuando Priscila Schettini llama “inepta” a la fiscal, y la acusa de plagio. O cuando el alcalde de Guayaquil llama “vaga” o “vocera trucha” a la asambleísta de gobierno Lucía Jaramillo, que ha anunciado su voluntad de fiscalizarlo. 

Lo de Aquiles Álvarez es una grosería, un cinismo intolerable, incapacidad de entender sus responsabilidades públicas... Pero ¿violencia política de género? “Los ataques no van hacia mi trabajo legislativo, los ataques van hacia mi persona, hacia mi integridad como mujer”, dijo Jaramillo. La verdad es que, si fuera hombre, el alcalde podría tratarle exactamente igual: no hay, pues, estereotipo de género alguno. 

“Mi integridad como mujer”: el caso es tan débil que la denunciante se siente obligada a usar la muletilla (“como mujer”, “en mi calidad de mujer”) para justificarlo. También Verónica Abad recurre a esa fórmula en su denuncia contra Daniel Noboa: “ha mermado mi participación como mujer en las decisiones políticas del Estado”, dice. 

Según la vicepresidenta, el decreto presidencial que la envía como embajadora a Tel Aviv pretende “impedir la representación equitativa de las mujeres en el gobierno” y demuestra que “en el Estado solo existe una figura representativa y que esta es manejada por un hombre”. La verdad es que nadie en Carondelet ha impedido la representación “de las mujeres”: nomás la suya. 

Y que en el oscuro origen de esta enemistad entre los mandatarios (origen que tanto él como ella mantienen en secreto, lo que hace suponer causas vergonzosas e inconfesables para ambos) el sexo de los protagonistas no parece desempeñar papel alguno. Dadas las mismas causas, Noboa no dudaría en hacer exactamente lo mismo si su vicepresidente fuera hombre.  

Violencia política de género, el fraude judicial

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Herramienta para zanjar disputas políticas con el fácil expediente de la victimización, recurso para eludir el escrutinio público e incluso para escamotear los principios de la libertad de expresión (cuando los denunciados son periodistas, por ejemplo), la infracción electoral de violencia política de género se ha convertido en el fraude judicial del momento

Porque, finalmente, con un poco de imaginación, violencia política de género puede ser cualquier cosa. Ahí está, para demostrarlo, Diana Jácome, la asesora presidencial que acusó a la vicepresidenta de ser mala madre (y eso sí es un ejemplo de discriminación que apunta directamente a la condición de mujer de la aludida) por no haber abandonado su puesto de trabajo en Israel para acompañar a su hijo, preso en Ecuador. 

Verónica Abad la acusó, por ello (quizá con razón, por una vez), de violencia política de género. Y ella, Jácome, indignada ante lo que considera un intento de vulnerar su integridad y sus derechos políticos, respondió a la vicepresidenta con una idéntica denuncia. Porque no puede haber peor ejercicio de violencia política de género que acusar a una mujer de violencia política de género.

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