Están vivos, pero con una sensación de vacío
Sobrevivientes cuentan cómo escaparon del aluvión de La Gasca. Tienen sentimientos encontrados por los amigos que fallecieron
Cuando escuchó el estruendo giró su cabeza y vio que una masa gigantesca de lodo y troncos venía arrasando con todo desde las laderas del Pichincha. La tarde del lunes, cuando se produjo el aluvión que destruyó parte de La Comuna y La Gasca, en el noroccidente de Quito, el venezolano Freddy Barrios tuvo una sola idea, que le llegó casi como una orden: “Tengo que correr”.
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Leer másCorrer sin parar y sin importar los obstáculos que encuentre en el camino. Así lo hizo y vivió para contarlo. Cuando sintió que el agua lodosa ya le mojaba las bastas del pantalón se le cruzó un muro y, este hombre, de 58 años, lo escaló de un solo impulso. Volvió a caer a la calle y encontró que la avalancha seguía y venía con más fuerza. Para entonces ya había perdido las sandalias que llevaba puestas.
Nuevamente sacó fuerzas (ayer no comprendía de dónde) y alcanzó a subirse al techo de una vivienda desde la que dijo que vio las escenas “más feas” de su vida. Freddy vive en el país hace cuatro años. Es guardia de la bodega de una empresa constructora ubicada junto a la cancha de ecuavóley de La Comuna, que es donde se encontraba la mayoría de las víctimas mortales.
Pese al peligro, no he dejado de cuidar el lugar, porque mucha gente ha querido venir a llevarse las herramientas.
A la hora de la tragedia, Barrios estaba en la garita, esperando que el conductor de un volquete y el operador de una retroexcavadora terminen un trabajo, para dirigirse a descansar a una pieza en la que vive en el mismo terreno.
Está seguro que si entraba a la habitación habría corrido la suerte de la familia vecina, de la que hasta ayer se habían recuperado tres cuerpos. “Solo me queda agradecer a mi Dios porque permitió que me quede un poco más en esta tierra”, le dijo ayer a EXPRESO, mientras seguía buscando herramientas y objetos personales entre el barro.
Ayer, Steven Pazmiño, de 25 años, volvió al hospital para que le revisen las heridas que tiene en su cabeza, rostro y oreja. El lunes se encontraba viendo jugar a sus amigos vóley cuando sintió como un “rugido” que venía del túnel que hay entre las laderas del Pichincha y La Comuna.
Volteó a ver. El lodazal estaba prácticamente encima de los deportistas y espectadores. Steven corrió con todas sus fuerzas, se botó hacia el terreno en el que trabaja Freddy y pese al esfuerzo fue alcanzado por la pesada corriente que le arrastró por cuatro cuadras, sin posibilidad de poder incorporarse.
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Leer másCuando pudo levantar la cabeza por unos segundos, vio que venía una segunda ola, más grande arrastrando vehículos y contenedores de basura. Supo ese momento que si lo alcanzaba no sobreviviría. Hizo un último esfuerzo y logró llegar a una vereda en la que, todavía en shock, solo pidió un favor a los que se acercaron a auxiliar: un teléfono para avisar a sus padres que estaba vivo.
Este profesor particular de piano y acordeón, pese a estar aún adolorido, visitó ayer las salas de velación de las personas que no tuvieron su misma suerte. En diálogo con este Diario dice que lleva dos días sin poder dormir por dos razones: a cada instante se le vienen a la mente los rostros de quienes compartían con él ese lunes en la cancha, segundos antes de la tragedia, y “ese sonido aterrador previo al aluvión. Pero tengo que ponerme bien”, dijo.
Siento un dolor grande por los amigos del barrio que ya no están. Nos toca seguir adelante en su honor.
Pero no en todos los hogares había tranquilidad total por los sobrevivientes. En el de Hugo Ganchala se experimentaban sentimientos encontrados. Por un lado, su hermana María y su cuñado Marcelo Panoluisa se recuperaban ayer en el hospital Eugenio Espejo de Quito. La mujer tenía una fractura en la pierna y junto a su esposo fueron arrastrados casi un kilómetro. Se lo encontró en el parque Italia, a más de diez cuadras de la zona cero.
Pero su hija, Melany, no tuvo la misma suerte, pese a que el aluvión la arrastró unos pocos metros. El día de la tragedia, ella llegaba de un curso preuniversitario y se dio cuenta de que olvidó la llave para ingresar a su vivienda. Cuando timbró, salió primero su padre y al oír el estruendo se asomó la madre, María. La avalancha no les dio tiempo a reaccionar y llegar a un sitio seguro, por lo que fueron llevados por la corriente.
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Leer másTambién están los casos de quienes por una ‘corazonada’ o por decisiones fortuitas, que ahora les atribuyen a milagros, no llegaron a la cancha de ecuavóley, pese a ser el sitio “infallable” de encuentro de todos los días.
Germán Fernández comentó que era tradición no solo suya, sino de su familia, acudir a diario a este espacio de esparcimiento y recreación de los vecinos de La Comuna. Pero ese lunes, por el frío y la lluvia, decidieron ponerle un alto a esa actividad. Su hermana también era asidua visitante de la cancha, pero ese día amaneció algo indispuesta de salud y también decidió fallar a la cita.
No éramos únicamente amigos o conocidos. Éramos una familia que se reunía a diario para compartir
Sin embargo, no todos los Fernández corrieron con la misma suerte. Germán dice que uno de sus hermanos que era dirigente de los jugadores de ecuavóley sí estuvo ahí y fue alcanzado por la avalancha. “Lo que sabemos es que antes del partido cerró su taller, porque era radiotécnico, se encontró con otros amigos. Primero fueron a comer y luego a ver el partido. Estaba en la tribuna cuando se produjo la tragedia”, señaló Fernández.
El taxista Irvyn Torres también contó que unos cinco minutos antes del aluvión pasó por el lugar y vio que varios de sus amigos estaban disfrutando del juego. Le propuso a su esposa, con quien regresaba a casa, que se quedaran a ver por lo menos una partida. Esta se negó y le dijo que, además de descansar temprano para el trabajo del día siguiente, había algunas cosas pendientes por hacer en el hogar.
Torres aceptó a regañadientes, pero el martes pasado, mientras buscaba a sus amigos en Medicina Legal, agradecía la firmeza y el enojo de su compañera de vida para no permitirle quedarse en el lugar.