Yunda confunde honor con pedigrí
La remoción del alcalde de Quito fue una lección de democracia. Los ciudadanos ejercen el control político de sus autoridades... y ganan.
No fue por haber sometido a la capital a la vergüenza de tener un alcalde con grillete electrónico. Ni por los casos de corrupción en los que se encuentra implicado. Tampoco por los chats de su hijo (que ya salió del país sin dar la cara), en los que se habla de tráfico de influencias y beneficios personales en los negocios del Municipio. No fue por haber bloqueado la tarea fiscalizadora del Concejo Metropolitano: impidiéndole conocer, por ejemplo, un plan de repavimentación que terminó observado por Contraloría; u omitiendo la aprobación del plan anticorrupción. Nada tuvo que ver en esto el lío de las pruebas para la detección de la COVID-19, inservibles y con sobreprecio. Ni la paralización del proyecto Metro, el más grande de la historia de la ciudad, pero que carece de modelo de gestión mientras su directorio continúa sin reunirse. No fue por su falta de transparencia con la asamblea de la ciudad, máximo organismo de participación ciudadana al que nunca presentó informe alguno sobre ejecución presupuestaria, como le obliga la Constitución. No fue por haber convertido la delegación de funciones en una coartada para lavarse las manos y echar la culpa a terceros. Nada de eso. Si Jorge Yunda ha sido removido de su cargo por iniciativa ciudadana y con la aprobación de las dos terceras partes de los miembros del Concejo no es por su responsabilidad política (esa sí indelegable) en todas estas barbaridades, sino por una simple, inconfesable razón: por cholo. Eso, al menos, es lo que dicen él, sus seguidores y los correístas que criaron el monstruo.
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Leer más“Desde el sur de Quito donde muchos de los que me botaron incluido el que usurpará mi puesto no conoce ni conocerá”, pergeñó el alcalde con su cochambrosa gramática en un tuit cuyo único objetivo era contar que estaba en el sur, es decir, con los suyos. “Racismo”, escribió el asambleísta Pabel Muñoz. “Cuestión de pedigrí”, dijo el troll center. Dividir de este modo la ciudad, sobre la base del resentimiento, será probablemente la última obra de Yunda en la Alcaldía. La verdad es que la protagonista de la remoción, Jessica Jaramillo, una de las dos abogadas del Frente de Profesionales por la Dignidad de Quito que defendieron el caso ante el Concejo Metropolitano, viene de La Magdalena y Quitumbe, en el profundo sur de Quito; estudió en El Tejar, barrio popular del centro, y no es precisamente, para decepción de Pabel Muñoz, una rubia de metro noventa.
“No somos gente de clase acomodada, perdónenme, somos trabajadores. Y hacemos lo posible por sacar esta ciudad adelante, pero esta ciudad no nos da soluciones, no nos da alternativas”, dijo Jaramillo en la parte más emotiva de su contundente discurso ante el Concejo. Ella y su compañera, Carolina Moreno, dieron una lección de democracia. En primer lugar, supieron usar, quizá por primera vez de manera independiente, los mecanismos de participación que garantiza la ley para que los ciudadanos ejerzan el control político de sus autoridades. Luego, fueron capaces de demostrar sus acusaciones de manera inapelable, sin que la defensa del alcalde pudiera desvirtuarlas. Y lo más importante: en un debate político dominado por formalismos y leguleyadas, maniobras cicateras e intereses particulares, pusieron sobre la mesa, con brillantez y vehemencia, el concepto del interés público como bien jurídico superior que debe ser protegido, llevaron la discusión al terreno de la ética, desempolvaron el valor de la lealtad. Afuera, en la calle Chile, empleados de la Alcaldía tomaban lista a una multitud de trabajadores de los mercados que habían sido obligados a dejar su trabajo y movilizarse en defensa de Yunda. Y Jessica Jaramillo ponía esta práctica en su lugar: “Eso es un abuso con los más humildes -dijo- y es sostener redes de explotación”.
Fue necesario el coraje de dos mujeres para rescatar lo que la vanidad de un hombre había echado a perder por la mañana de ese mismo día. Marcelo Hallo, del colectivo Quito Unido, impulsaba una primera causa de remoción pero, creyendo que perdería (así dijo), decidió dinamitarlo todo. Se autoalabó de manera insoportable, aseguró ser “el único actor que defendió la capital” durante la crisis de octubre de 2019, recordó cómo el movimiento forajido de 2005 lo “catapultó” a las cimas políticas en las que se encuentra, calificó de “brillante” su propio discurso y el resto del tiempo se dedicó a hablar pestes del Concejo, entre los gritos de protesta y las interrupciones de furiosos concejales. Hallo, que se calificó de “enamorado de la política”, los acusó de haber politizado el proceso de remoción y terminó por retirarlo, dejando comprometida la causa. Fue reivindicando precisamente la dimensión política del proceso de remoción como Carolina Moreno y Jessica Jaramillo salvaron los muebles.
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Leer másYunda faltó a la cita: prefirió seguirla desde su despacho. Como si se tratara del proceso penal que tiene pendiente con la justicia ordinaria, envió a un abogado, Marcelo Icaza, quien hizo lo que estuvo en sus manos para hundir al alcalde. Su argumento central fue increíble: que no existe manera de que una autoridad de elección popular sea removida de su cargo, salvo una sentencia penal ejecutoriada. ¿Quién lo dice? Según él, la Convención Americana de Derechos Humanos. Por tanto, el proceso de remoción previsto por el Código Orgánico de Ordenamiento Territorial (Cootad) y la propia Constitución es, vaya novedad, ilegítimo. Es de suponer que idéntica conclusión se aplica al proceso de juicio político al presidente de la República por parte de la Asamblea. No ha lugar. Los concejales que voten por la remoción del alcalde, pues, se exponen a ser perjudicados por un proceso de repetición. Sinuosamente les mete miedo el abogado.
“Doctor Icaza -pregunta el concejal Fernando Morales-, ¿el Cootad está vigente? ¿La remoción está contemplada en el Cootad? ¿La Corte Constitucional ha declarado inconstitucional la remoción?”. “La respuesta es no”, dice el abogado, respondiendo solo a la última pregunta. “Pero no podemos desconocer la convención americana”. Icaza cita el caso de Gustavo Petro como antecedente: la Procuraduría de Colombia lo destituyó como alcalde de Bogotá y lo inhabilitó por 15 años, él recurrió a la Corte Interamericana y esta falló a su favor. Icaza lee la sentencia: “no hay órgano administrativo alguno que pueda restringir este derecho de elegir y ser elegido”. El problema con el abogado de Yunda es que cita solamente la línea de la jurisprudencia que le conviene. En otra parte de la documentación del caso Petro, que ya había leído Jessica Jaramillo pero él no quiso oír, la misma Corte IDH establece que las restricciones al derecho de una autoridad electa a completar su mandato “deben estar encaminadas a proteger bienes jurídicos fundamentales”.
En el argumento de Icaza (y en el discurso de Yunda de toda la vida) no existen “bienes jurídicos fundamentales”, no existe dimensión política del proceso de remoción, nomás es un acto administrativo; no existe, en fin, interés público que proteger. El alcalde solo tiene una manera de defenderse: negando la política, siendo desleal con el debate público. Terminar atribuyendo la remoción a una cuestión de racismo no es más que una consecuencia lógica de este tipo de argumentos. Luego Yunda dirá, entristecido en lo más íntimo de su puro corazón, que “en la política no hay amigos”, snif, que “se puede hasta freír granizo”, que “se unen el agua y el aceite”. Pobrecillo él, que solo quería hacer buenos negocios.
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Escándalo en el salón del Concejo Metropolitano. Marcelo Hallo acaba de desistir del proceso de remoción y los concejales hablan de uno en uno para expresar su ira. Dicen “show”, “ridículo”, “sinvergüencería”, “evento tétrico”, “burla”, “ultraje”... “No sé dónde le cabe tanto odio en ese pequeño cuerpo”, apunta Juan Carlos Fiallo. Y Eduardo del Pozo sugiere que se vendió. Que corren rumores de que hubo departamentos en juego, dice. Pide que lo investiguen la Fiscalía y la Unidad de Análisis Financiero.