Testimonio: El día que acepté mi cabello afro
¿Cuánto gasté todo este tiempo en ese químico blanco con olor insoportable para alisarme el cabello? Por lo menos $ 1.872. Pero más me duele haber ocultado mi belleza
En este testimonio, la periodista Vanessa López cuenta la búsqueda interna y las reacciones externas que generó una decisión tan simple como cortarse el cabello. En su caso era algo más profundo y complejo que eso.
El 22 de diciembre de 2019 fui a una peluquería que estaba cerca de mi casa. Le dije a la estilista: “vengo a que me corte el cabello casi a mate”. Ella se sorprendió, abrió los ojos como platos e hizo como si tragase saliva. Intentó hacerme entender que no sería un proceso fácil, que una vez cortado, como yo lo pedía, podría ocasionarme un trauma psicológico y quién sabe qué otros problemas. No exagero, eso me dijo. Sin embargo, insistí. Fue así que la mujer tomó sus tijeras y los mechones comenzaron a volar hasta caer al suelo.
Mientras me cortaban el cabello, veía mi rostro reflejado en el enorme espejo que tenía al frente. Mis rasgos voluminosos, ocultos por años, comenzaban a asomarse y a sobresalir. Solo eran necesarios ligeros movimientos de cabeza para hallar ángulos perfectos que no había descubierto antes. Me iba gustando lo que dejaba el proceso.
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Leer másDos horas después, salí de ese centro de belleza con un retortijón en el estómago. Ese pinchazo constante en el ombligo era similar al de los recreos en el colegio, 10 años atrás, en San Lorenzo (Esmeraldas), cuando iba con mi amiga Joselyn al bar y veía al muchacho que me gustaba, flacuchento y despeinado, como siempre andaba. Esas mismas ‘mariposas en el estómago’, las volví a experimentar, ahora en Guayaquil.
No obstante, esta vez era distinto, ya no era una adolescente quinceañera enamorada de un compañero. Era una mujer de 25 años que renacía y amaba profundamente a mi nueva imagen, mi nueva yo.
El impacto psicológico vino, sí, claro que vino. Pero no para mí, sino para quienes me veían casi sin cabello. ¿Saben cuántas personas me preguntaron por qué lo hice? Y empleaban un tono de voz como el que se usa para lamentar una tragedia. Por algunos segundos lograron hacerme sentir una especie de orate, hasta asesina. Y ni qué decir de las miradas raras, de esas que desaprueban lo que ven.
Daba respuestas diversas a los "¿qué pasó con tu pelo, estás loca?" y derivados. A veces decía que por mal de amores, otras aseguraba que se me pegó un chicle en la cabeza y hasta que quería cambiar de estilo. Todo era falso. Lo cierto es que me avergonzaba de decir que quería usar mi afro, que quería mostrar mi realidad, tal como soy en verdad. Luego lo noté: ¡Qué estupidez tener que avergonzarme de eso!
Y es que hubo comentarios como: “¿¡Qué! y ahora andarás con una estopa en la cabeza, cuando te crezca más el pelo?”, “¿Usarás peluca, verdad?”, “Te quedaría bien una extensión”, “El pelo alisado te quedaba mejor”… Se negaban a aceptar mi cabello, como si fuera de otro mundo, como si no encajara en este en el que vivimos.
Fueron pocas personas las que atinaron y destacaron mi valentía. Aquellas que no se chocan con murales invisibles llamados complejos. Aquel grupo de personas en el que decidí pertenecer para vivir feliz desde aquel día.
Rechacé mi cabello afro a los 13 años de edad, cuando mis actrices y cantantes favoritas y hasta las barbies con las que jugaba de pequeña, tenían el cabello liso. Quería ser como todas ellas. De niña hasta aplicaba la típica puesta de trapo largo en la cabeza y soñaba con que era mi melena. No me podía faltar después de cada salida de la escuela al llegar a casa. Pero fue desde los 13, cuando ya era una señorita y quería ‘verme más linda’ ante los demás, que empecé a comprar cada mes una crema alisadora que costaba 15 dólares. Me la aplicaba en las ondas que empezaban a nacer desde el cráneo. ¿Saben cuánto gasté todo este tiempo en ese químico blanco con olor insoportable? Por lo menos $ 1.872. Y ni qué decir del costoso tratamiento en líneas de shampoo y crema para peinar, para impedir que el pelo no se me 'pudra', eso costaba más.
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Leer másCon ese dinero pude haberme comprado la laptop que tanto quiero, pagar mi curso de inglés o hasta pagar el inicio de una buena maestría.
No solo eso. Puede haber omitido tantos años de dolor en mi cuero cabelludo. Recuerdo que el químico era tan fuerte que casi siempre se me formaban ampollas donde se pegaban hebras de cabello: ¡Sí que dolía! Hubo ocasiones en que, incluso, las quemaduras sangraban, o que dormir con pequeñas costras en la cabeza, era igual a acostarme encima de piedras.
Ahora entiendo que nada de eso valió la pena. Actuar y transformar mi cabello en busca de aceptación solo me causaba dolor físico y tristeza. Ni por miles de keratinas que aplicara, mi pelo siempre volvía a nacer afro y no lograba ver su belleza. Esa belleza que cautivó al mundo en los setentas y ochentas, y hasta se convirtió en tendencia estética.
Las preguntas de por qué opté por mi afro siguen apareciendo todo el tiempo. En el taxi, cuando conozco a alguien, en la calle y en el supermercado, por traer algunos ejemplos. Muchos se sorprenden al verme, ahora, cuando mi hermoso cabello crece loco y alborotado, y piensan que estoy ‘retomando una moda’. ¡No! Llevar afro no es una moda. Simplemente es mi pelo, es afro y me lo suelto porque me da la gana, como lo hace el resto.
Zafarme de la esclavitud de los químicos que debía aplicarme cada cada 30 días 'por ley', y revelarme ante un sistema que desde que nací me metió por los ojos a modelos con cabellos largos y lisos, como la única perfección, nunca me hizo tan feliz, tan segura.
Muchos libros me ayudaron, como los cuentos de la africana Chimamanda Ngozi Adiche, quien a través de varios de sus personajes, sublimemente me dio el mensaje. Finalmente he reflexionado y comprendido que no necesito alisarme mi hermoso afro, soy más bella con él.