Jorge Juan Anhalzer: “Todavía le pido a la vida que siga colaborando”
Con 20 libros publicados, la supremacía del paisaje es lo que alienta y engrandece a este fotógrafo consagrado a la naturaleza
De radicales convicciones, el silencio y la inmensa vastedad de la cordillera han sido su mejor compañía por más de 40 años. La ha recorrido, contemplado y vivido hasta la saciedad, convirtiéndose en parte esencial de quien es, de cómo concibe la vida y la felicidad misma. Celoso de su espacio y tiempo, la verdadera gratificación está en la montaña y de lo que ella recibe a borbotones. Ha viajado a Estados Unidos una sola vez en 40 años, y así mismo a Europa, y se pregunta “¿Para qué irme? ¡Aquí lo tengo todo!”. Y así es. La verdadera dicha está al alcance de su mirada, a lo lejos, a través del lindero que divide el horizonte y a donde ha llegado, cientos de veces, por puro placer.
Duro de roer, imposible que me entregue la copia de una fotografía de su autoría, que idealmente habría sido parte de esta producción editorial, como referencia del oficio al que se ha dedicado por más de 25 años. Pero lo entiendo, pues sus icónicas imágenes constituyen una fuente de ingresos que ha sabido combinar con la producción lechera de su propiedad, una hermosa finca de 50 hectáreas ubicada en Uyumbicho.
“Mi infancia fue mi escuela”
Así, de la riqueza de la tierra y el paisaje es de lo que se ha abastecido este auténtico aventurero desde muy joven, después de intentar, fallidamente, transitar por las aulas universitarias de Medicina. Los estudios no son para él, dice, mas sí la fuerza de la naturaleza y de ese aire de libertad que le ha otorgado el derecho de ser y hacer lo que realmente quiere y aspira, sin importar convencionalismo alguno. Así fue siempre, dice. Pero vaya que aprovechó el ambiente cultural en el que creció, con un abuelo que emigró desde Hungría en la Segunda Guerra Mundial y se afianzó en esas tierras al sur de la capital, de donde nunca salió.
“El apellido Anhalzer ya es ecuatoriano, porque no existe más en el mundo. Mi abuelo y tía abuela, Olga Fisch, eran muy cultos, sabían mucho de arte, de ciencias y tenían una curiosidad genuina por Ecuador y su gente. Hablaban seis idiomas… por eso mi infancia fue mi escuela”. Y aunque a su padre, Jorge Anhalzer (+), no le importaban las calificaciones, fue exigente a su manera. No toleraba la ignorancia y lo sorprendía con preguntas capciosas que debía contestar a rajatabla. De hecho, fue por él que intentó obtener un título de tercer nivel, pero su indómito espíritu lo llevó de vuelta a donde se sentía verdaderamente bienvenido: el campo.
¡A subir montañas!
Al artista, la fortuna y la casualidad lo llevaron hacia la aventura. “Había el mito de que don Pasochoa tenía un jardín de mazorcas de oro y los jóvenes de esta zona del campo querían hacerse de ese tesoro cuando don Pasochoa bajaba a escuchar misa en un pueblito cercano, Cotogchoa, los viernes santos. El grupo tenía que ser impar, porque si no se cerraba la puerta de este jardín… Ahí me incluyeron a mí, que tenía 12 años (los otros muchos más), para subir a buscar las mazorcas de oro. ¡Y nos fuimos! Aunque no encontramos el oro, yo sí encontré la aventura, mi tesorito”.
Con el imponente volcán Pasochoa (extinto ya) a sus pies, la ruta estaba trazada. Joven e idealista, se dedicó a la montaña con alma y vida desde la secundaria. Subió y bajó nevados incontables veces, fiel amante de la naturaleza y la aventura.
La fotografía y la aviación
Después de 15 años peinando alturas, descubrió que en la fotografía también podía alcanzar la cordillera, pero retratándola. En su momento, no había nadie que lo hiciera y de ahí surgió la oportunidad. “Me hice fotógrafo, porque escalar nevados se estaba haciendo una rutina y me daba el chance de vivir como yo quería, en el campo, en la montaña, en aventura”, cuenta.
La adrenalina es parte del juego, pero no soy loco, soy prudente. Cuando perdí el miedo, tomé la cámara y ahí empecé a tomar fotografías desde el aire”.
Empírico, la fotografía se fue apropiando de sus espacios con imágenes impactantes que rápidamente llamaron la atención pública. Algunas incluso se publicaron en National Geographic. Vinieron las exposiciones y los libros, uno a uno, hasta sumar 20, que recorren el mundo entre afines al montañismo y seguidores de su habilidad en el lente. En la actualidad, está pronto a publicar su siguiente obra, que esperamos con ansias. “Mi próximo libro está en los ocho meses de gestación, así que falta poco. Yo soy el editor, vendedor, diseñador… ¡todo!”.
En ese andar, descubrió algo que le cambió la vida: la aviación, lo que sería su paso universitario por la vida. Con su ultraligero (aerodino deportivo) encontró la manera de ir más lejos, a donde el lente llega solo en el cielo. Pionero en ese campo, sus imágenes traducen el universo de la cordillera andina de una manera portentosa, jamás lograda. “Aprendí a volar a la fuerza y solo. En la primera no me caí, pero en la segunda sí. Me asusté, pero me fui envalentonando poco a poco y así he seguido aprendiendo y me encanta. La adrenalina es parte del juego, pero no soy loco, soy prudente. Cuando perdí el miedo, tomé la cámara y ahí empecé a tomar fotografías desde el aire”.
Su casa, única
Quien lo acompaña en la vida es su esposa, Margarita Andersen, su amor colegial, a quien logró conquistar gracias a la persistencia y la fortuna, que estuvo de su lado. “Nos ha ido bien, pero a ella se le ha hecho difícil porque le tocó alguien medio diferente. La percepción del riesgo le ha costado mucho… Me insistía mucho en tener un seguro de vida, pero nunca me lo quisieron dar. Pero aquí estoy, vivo”.
Sobre una casa en ruinas que debió ser precolombina, construyó su vivienda con hierbas secas (comúnmente llamadas pacas de heno) y la enlució con barro. El proceso de construcción duró un año, entre cinco personas, incluido Jorge. “La hice como quise, con lo que mi esposa necesitaba y los chicos sugerían y me gusta. Después de 15 años estamos cambiando el techo por las goteras”.
Afirma que construyó cuando más ganó en su trabajo, hace 15 años ya, y aunque podría darse muchos otros gustos, como viajar, rotundo se cuestiona: “¿Para qué?”. Incrédula, vuelvo a preguntar: “¿No te gusta viajar?” y vuelve a decir: “¿Al extranjero? Pues yo necesito una razón para hacer las cosas… Me pones en una fila de avión y padezco… Por aquí viajo todo el tiempo por mi cordillera y en vez de gastar, gano”.
Con tres hijos que también aman la naturaleza, Gabriela (33), Claudia (31) y Jorge Ignacio (29), no le pide nada a la vida, pero añade que “sería bueno que siga colaborando”.