El burdel que desafió al virus
El gremio de centros de tolerancia calcula que en Guayas había 800 espacios ilegales de este tipo, que buscaban compensar el cierre de night clubs
Parece una casa residencial. Está decorada como tal. Sobre el centro de mesa hay un florero con cinco girasoles de plástico. Virginia abre la puerta negra de la entrada. El amarillo chillón de los pétalos falsos es lo primero que resalta en este remedo de hogar, que realmente fue un burdel clandestino durante la época más crítica de pandemia en Guayaquil. Le sigue un vaho maloliente que se siente como un golpe en la nariz.
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Leer másEl ambiente tiene impregnada la fetidez a fluidos corporales. Huele a sudor, pero más a la acidez de la orina fermentada. Un departamento con olor a baño público descuidado.
En la sala hay tres muebles, dos sillas plásticas y una mesa con una pila de ropa encima. Esa área está separada de la cocina por un mesón en el que hay recipientes con alcohol, jabón líquido, servilletas y un atado de fundas blancas.
Esas últimas eran indispensables, resalta Virginia, porque servían para botar los condones usados. No había cosa que odiara más que las prostitutas dejaran los preservativos pegados en las baldosas de los dos dormitorios que nadie usaba para dormir. A ella es a quien le tocaba limpiar todo cuando acababan las jornadas diarias: más o menos 80 sesiones de sexo pagado, en un día regular, mientras la mayoría de la población estaba en cuarentena.
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Leer másDesde el 23 de septiembre, cuando el Comité de Operaciones Emergentes de Guayaquil (COE) reabrió el barrio de tolerancia conocido como la 18, Virginia cerró aquel alojamiento del suburbio porteño. Lo alquiló hace dos meses para convertirlo en una especie de residencia a la que 10 trabajadoras sexuales fijas iban con sus clientes. Lo amobló, le puso los girasoles, y todas las mañanas sacaba un letrero que decía: ‘Se venden almuerzos’. “Era para amagar a la policía”, sonríe como una niña cuando hace una travesura. La suya pudo costarle la cárcel y hasta la vida si se contagiaba de COVID.
Durante la emergencia, la ministra de Gobierno, María Paula Romo, había anunciado que si se detectaba a alguien con el virus incumpliendo el aislamiento preventivo obligatorio, sería procesado penalmente, hasta con tres años de prisión. Desobedecer el toque de queda significaba pagar $ 100 en primera instancia y $ 400 la reincidencia.
Virginia era una de las más de 800 personas en la provincia del Guayas que alquiló viviendas durante la emergencia para permitir que mujeres ejercieran este trabajo sin permisos. Es una cifra que ha calculado, como mínima, la Federación Nacional de Propietarios de Centros de Tolerancia y Expendio de Bebidas Alcohólicas y Anexos del Ecuador para cuantificar el aumento de prostíbulos clandestinos camuflados en casas de alquiler.
"En la casa también vendíamos mercadería y comida. Esa era la ‘pantalla’”.
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Leer másSin hoteles, hostales y burdeles, ¿dónde irían a parar las sexoservidoras de los más de 400 centros de tolerancia que hay en el Guayas? ¿Quedarse sin trabajar? Para ellas no era una opción, advierte Virginia. Calcula que, solo cerca de la 18, hay más de 15.
La 18 aterriza en la 17, con servicios sexuales públicos y bebederos clandestinos https://t.co/OxNfBdxJfx pic.twitter.com/SvAr74hpqC
— Felix Sánchez (@Felix_SanchezR) September 16, 2020
Mientras la gente moría por el coronavirus y se descomponían los cadáveres en sus casas o las calles, ella recibía mensajes de WhatsApp de las ‘ganadoras’ para que les separara una habitación. Así llamaba Virginia a las 10 trabajadoras sexuales con las que tenía el trato.ella recibía mensajes de WhatsApp de las ‘ganadoras’ para que les separara una habitación. Así llamaba Virginia a las trabajadoras con las que tenía el trato. Ya no teme contar cómo operaban estas casas-burdeles. Desde que abrieron la 18 no tiene necesidad de usar esa vivienda, a la que solo regresará para recoger sus muebles.
“Aunque en un solo día uno sacaba lo del arriendo, trabajar así era demasiado peligroso”, suspira y empieza a enumerar las peripecias de la clandestinidad sumadas a las de la pandemia.
Esa planta baja no es la primera infraestructura donde inició su negocio “para ayudar a las chicas” que se quedaron sin cuartos de burdeles ni hoteles para ejercer.
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Leer másTodo empezó a finales de marzo. Durante abril, mayo, junio y julio arrendó una casa distinta por mes. Todas por la misma zona suburbial, cerca de la 18. La rutina era la misma. Preguntaba cuánto costaba el alquiler, subía de $ 50 a $ 100 ese precio, pero advertía a los propietarios lo que se iba a hacer. “Como a veces hasta les duplicaba el arriendo, accedían sin decir nada”, cuenta.
Pero quienes no sabían y terminaban sospechando eran los vecinos. Muchos llamaban a la Policía cuando notaban que entraban y salían las parejas. Por eso alquiló una casa distinta cada mes, para evitar el enojo del vecindario y despistar a los agentes que hacían los operativos. Tomaba sus muebles y se cambiaba.
Virginia, salonera de un burdel en la 18, solo pactó con mujeres de esos centros de tolerancia. Recrea el procedimiento que aplicaba. La pareja llegaba, ella les rociaba las manos con alcohol, les regalaba jabón, pañitos húmedos y la funda para ‘los hijos’. Ese era el código que tenía para nombrar a los condones. Saca pecho. Cree que por este ritual, ninguna de las chicas se contagió.
"Las chicas tenían que demorarse en el cuarto máximo 20 minutos, luego de eso tenían que pagar más”.
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Leer másPara llegar a los cuartos hay que atravesar un estrecho y corto corredor. El primero, en el que apenas cabe una cama de dos plazas y una repisa. Una sábana floreada y curtida por el uso tapa el colchón, que está aún más sucio que el cobertor. No hay ventanas, solo un ventilador empotrado en una de las paredes.
El segundo dormitorio, que dobla en tamaño al primero es una copia del anterior, salvo que en lugar de repisa, hay una silla de plástico y perchero con armadores vacíos. Los baños tienen solo una funda de jabón líquido. No hay toallas ni papel higiénico.
Lo único que no vendía, y si lo hacía era solo una, eran cervezas. No podía darse el lujo de que se armaran ‘pitos’ de borrachos. Una sola llamada a la policía y se le acababa el negocio. En un día, las chicas hacían como mínimo 8 ‘puntos’. Eso equivalía a $ 240.
Pero aunque la clandestinidad era un negocio redondo, Virginia está aliviada con la reapertura de su lugar de trabajo. Está cansada de las peleas entre meretrices y clientes, del peligro del contagio, no solo del virus sino de otras enfermedades que durante la pandemia no estuvieron reguladas. “A veces, las chicas salían desnudas detrás de los clientes que no querían pagar. En un prostíbulo eso no pasa”, comenta.
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Leer másDebe volver a la 18, donde ya están trabajando las 10 chicas a las que ayudó. Allí, ellas tienen una tarifa de $ 15, cinco menos que en la clandestinidad.
Virginia sabe que están ganando menos; incluso ella como salonera ganará menos. “Pero la tranquilidad no tiene precio”, reflexiona mientras cierra la historia de este burdel clandestino.
El horario en el que atendía
Virginia abría la casa a las 07:00 y la cerraba a las 19:00, de lunes a viernes. Los fines de semana se extendía hasta las 21:00. Allí no había toque de queda. Las prostitutas cobraban $ 20 el encuentro de 20 minutos. De ese monto, le pagaban $ 3 por el uso de la habitación.
En la última casa pagaba $ 275 dólares de arriendo, 125 más del costo real del departamento.