Panadería Erick, el homenaje a un hijo que partió pronto
Guayacos: Wilson Flores es un guayaco de corazón. Es un ambateño que desde los 13 años vive en Guayaquil y que en homenaje a su hijo, de a poco y con perseverancia, se convirtió en el dueño de una de las panaderías más populares de la ciudad
Guayacos es una sección en la que contamos historias de los habitantes de Guayaquil, vidas que alimentan y hacen más rica esta ciudad. Relatos que ayudan a conocer mejor la madera de la que están hechos.
En la avenida Plaza Dañín, en el norte de Guayaquil, hay una panadería esquinera que es una de las más populares y concurridas de la ciudad. La imagen del lugar es el tierno rostro de un niño quien se llamó Erick. El local, su marca y el negocio en su totalidad, es un monumento al pequeño, cuya luz se apagó en un cuarto de hospital en 1998, cuando apenas tenía 3 años de edad. Él fue el primer hijo de Wilson Flores y su motivación principal para el éxito.
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Leer másYa casi son las 14:00 y Wilson, de 45 años edad, llega a su panadería a supervisar que todo esté en orden. Revisa la cocina, algunos papeles y atiende a varios clientes con amabilidad. Toma la pinza de pan y despacha varios de dulce.
“Todo está bien. Cada vez que un pan no esté hecho al punto, yo lo siento apenas lo toco con la pinza. Cuando es así voy a la cocina y pregunto cuánto tiempo le están dando de amasado y de horneado. A veces solo con abrir el horno y percibir el aroma, yo ya sé cómo está hecho el pan y si le faltan más minutos”, le dice a EXPRESO con mucha seguridad.
Es que saber tanto sobre panes, tener al menos 30 empleados, una sucursal, un nuevo proyecto por iniciar y tener todo lo que ahora tiene, le ha costado a este guayaquileño de corazón lágrimas, pesar, decepciones y un trabajo arduo en contacto con los hornos, las masas, mantequillas, cremas y más, a lo largo de casi 32 años.
¿Cómo inició su negocio y por qué le llamó Erick? Era el año 1989 y por la pobreza que lo sofocaba, a él, a sus padres y dos hermanos menores, en su natal Ambato, Wilson migró de la cordillera a Guayaquil a los 13 años de edad, para ser empleado de limpieza en la panadería de unos parientes. Sus padres lo enviaron porque las ganancias del trabajo en el campo no eran suficientes para mantener a la familia.
Cuando llegó a la panadería quedó fascinado porque, a diferencia de su casa en la sierra, siempre había que comer, nunca faltaba el pan de cada día. Sin embargo su trabajo era limpiar pisos y baños. Pero no se rindió y cada vez que concluía su turno se quedaba en las noches cerca de los hornos pidiendo aprender a hacer panes. Se apasionó con la técnica, los sabores, las mezclas, las texturas y olores de la harina amasada recién horneada. Entonces, meses después, pasó a trabajar como panadero.
Cerca de sus 14 años de edad, recibió la noticia del fallecimiento de su madre y como hijo mayor tuvo que tomar más responsabilidad económica en la familia. Fue así que su padre y sus dos hermanos llegaron a vivir con él a Guayaquil.
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Leer más“Cuando cumplí 16 años, mi papá me propuso, que como yo ya sabía hacer panes, que nos pusiéramos una panadería chiquita de barrio en la casa. Que yo hacía los panes y él administraba el negocio. Así lo hicimos y fue nuestra primera panadería que quedaba entre las calles 40 y Portete. Todo estuvo bien, hasta que mi papá se hizo de otro compromiso y se fue a vivir con su nueva mujer a otra casa. Entonces me quedé a cargo de la panadería y de mis hermanos, pero como solo había terminado la escuela, no sabía contar bien, no sabía qué eran onzas ni gramos, todo lo media con cucharitas, No pude administrar la panadería y nos quedamos sin negocio al poco tiempo”, narra.
Tras este fracaso económico, los hermanos de Erick deciden tomar diferentes rumbos lejos de la ciudad y él buscar nuevos empleos en los que único que sabía hacer bien: panes. Trabajó en varias panaderías de Guayaquil, entre esas la Panadería Nacional. A los 18 años conoció a una muchacha que 'le quitó el aliento' y de inmediato se fueron a vivir juntos.
“Cuando nos fuimos a vivir ella estaba embarazada. A mis 19 años nació mi hijo Erick y pasábamos mucha necesidades los tres, porque éramos pobres y mi niño nació con una enfermedad, un síndrome nefrótico al riñón; y mi sueldo nunca era suficiente para cubrirle sus tratamientos”, relata.
Al ser testigo de la carencia de recursos, los padres de la novia de Wilson le ofrecieron un capital para abrir su propia panadería de barrio y ganar más dinero. Aquel apoyo y las ganas de salvar a su amado hijo, quien se agravaba por la enfermedad en una cama de hospital, lo llevaron a abrir el negocio y a trabajar más duro para hacerlo crecer.
“Cuando mi hijo estaba internado en el hospital yo le llevaba panes de dulce, porque a él le encantaban. A veces me decía que el pan estaba muy duro, a veces que estaba 'salado', cuando quería decir que le faltaba azúcar. Sus comentarios me ayudaron a perfeccionar mi pan de dulce. Él, con dos años de edad, era mi asesor panadero. Antes de ir al hospital, se sentaba cerca de mí, mientras yo horneaba panes”. Sus cejas se estrechan mientras aprieta los labios, reflejando un gesto de tristeza al recordarlo mientras ve la pared del interior de su local, donde la figura de su hijo junto a él, está retratada con cemento.
Erick murió apenas un mes después de que su padre abriera la panadería. Fue un 29 de junio, el mismo día en que Wilson cumplía 22 años de edad.
La tristeza y la culpa de no poder ayudar más a su hijo, no lo dejaban dormir, que hasta pensó en cerrar el local. Pero su esposa lo motivó. Entonces retomó su trabajo y le puso nombre a su negocio: Erick. “Desde ese día me prometí que no dejaría morir el nombre ni el recuerdo de mi hijo Erick y que todo el negocio que crearía sería en su honor. Hacía panes y salía a entregarlos en gavetas, a pie, por todo el barrio de Urdesa y los sectores aledaños”, narra.
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Leer másCinco años después su esposa quedó embarazada nuevamente. Y la situación económica de la pareja era buena. El negocio había avanzado mucho y hasta ya alquilaban un departamento cómodo. La noticia de la llegada de un nuevo bebé entusiasmó mucho a Wilson. “Mi esposa me dio la noticia como sorpresa una noche, con una media de bebé en una cajita. Ese fue el mejor día de mi vida”, sonríe.
La niña se llamó Erika, en honor a su hermano mayor fallecido. Y todo iba bien, la familia estaba feliz. Sin embargo, una vez más el destino volvió a abofetear sin piedad a este panadero.
Al año y medio, Erika enfermó de la misma dolencia que Erick y la historia de idas y vueltas al hospital, medicinas y tratamientos, se repitió. Cerca de los 4 años de edad la niña falleció.
“Eso me devastó, pensé que nunca me iba a recuperar de ese dolor”, cuenta Wilson mientras le brillan los ojos. A diferencia de Erick, el monumento a Erika lo guarda en su casa. Es por eso que, narra, pocos conocen esa historia.
Después de sobrevivir una vez más a la más terrible pena, la de perder a un hijo amado, Wilson encontró más motivación con seguir con su negocio. Creó nuevas recetas de aperitivos a base de harina, como panes de dulces, paletón y relampaguitos con crema de la casa; y contrató a empleados. Después abrió una sucursal de panes exprés, cerca de su local principal y se volvió un experto en administrar su negocio.
El próximo abril inaugurará una planta de producción para pastelería. Su negocio creció, a tal punto que, ahora tras 25 años de su inicio, da plazas de empleo a más de 30 personas, distribuye panes a restaurantes, hoteles y tiendas al por mayor y ni que se diga de la clientela diaria. Esta una de las panaderías más populares y concurridas de la ciudad.
Innovar en los panes y pastelería ha sido uno de los objetivos principales del negocio. Por eso Wilson ha contratado a panaderos especialistas extranjeros para capacitar a su equipo, como el famoso panadero francés Didier Rosada, quien vino en 2017. Incluso él mismo, aunque no retomó los estudios desde la primaria, se enfocó en aprender más sobre panes tomando clases. “En unos meses me iré a Francia a especializarme en panadería. Ya tengo pagado el curso”, cuenta feliz.
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Leer másActualmente Wilson y su esposa tienen dos hijos, un niño y una niño de 14 y 13 años de edad que gozan de buena salud. A los 9 años de perder a Erika, su esposa volvió a quedar en embarazo. Y aunque la vida para la pareja no volvió a ser igual, y Wilson, admite, se bloque muchas veces al mostrar cariño a sus pequeños, lo admite, no hay nada que ame más que a ellos.
“Mis hijos hablan varios idiomas, el uno quiere ser arquitecto y la niña abogada. Y aunque yo llegué a la primaria, estoy feliz de darle una buena educación a ellos. Siempre hablo con ellos y les enseño a valorar la vida”, concluye con una sonrisa.