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La bebé Constanza, junto a su mamá y su hermana, en el mismo lugar donde nació días antes.Familia Panchana Sangurima

La historia de la bebé que nació en la puerta de su casa y en plena pandemia

Una carta escrita por los padres de la bebé Javiera Constanza Panchana Sangurima, en la que narran el original nacimiento y todo lo que pasó luego.

Hay historias que dan esperanza en medio de estos momentos difíciles. Esta es una de ellas. A continuación, una carta en primera persona, escrita por los padres de la bebé Javiera Constanza Panchana Sangurima, que narra cómo fue dar la bienvenida al mundo a su segunda hija en la puerta de su casa y todo lo que ocurrió después.

Lunes, 4 de mayo de 2020. Tengo apenas pocas horas de nacida. He llegado al mundo de improviso: me recibió mi padre con una toalla que encontró al paso. Mi madre lloraba, hasta que me escuchó gritar. He nacido al pie de mi casa, en el auto aún estacionado. Mi salida del vientre no tomó ni dos minutos, apenas mi mamá se sentó en el asiento detrás del conductor.

Nací a la semana 38, pesando 8 libras y un tamaño de 52 centímetros. Los dolores a mi madre le llegaron de súbito junto a las contracciones. Ni agua fuente ni esas cosas que predican, como si todos los partos fueran iguales. Simplemente, ya tenía que nacer. Mi hermana mayor, parada en la puerta principal de nuestro hogar, no entendía, a su edad, lo que ocurría…

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Imágenes de las primeras horas de vida de la bebé.Familia Panchana Sangurima

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Voy a tratar de armar, a retazos, el momento. Mi joven mamá gritaba, adolorida. Mi padre, ayudándole para que subamos al carro. Al mismo tiempo llamaba a la ginecóloga y también a sus amigos que viven relativamente cerca para encomendar a Cayetana, mi hermana de dos años que miraba en silencio. Hasta que salió la generosa vecina, Melissa, y la llevó a su casa.

“Tengo que cuidar de mis tres chicas”, se repetía mi papá en su testaruda cabeza. Pero no es fácil; no sin ayuda y tampoco es fácil conseguirla: que la gente conteste el teléfono pasadas las cuatro de la mañana puede ser complejo. Pero, si contestaban, tampoco había mucho que hacer. Ya había nacido. La tía Alina despertó al primer timbrazo; se alistaba cuando, poco después, escuchó al otro lado del teléfono a papá. Lo que más le había asustado a ella fueron los gritos desgarradores de mi madre. En menos de 15 minutos ella, aún al celular, escuchó mi llanto. “¿Ya nació? Nació. ¡Ya nació! ¿Cómo? ¡Ya nació!”, se preguntaba, incrédula y exaltada.

Por suerte, las madrugadas de mayo en Guayaquil son cálidas. No sentí frío al salir. Mi madre me abrazaba. Ahí estaba yo: pelinegra, moviendo mis manos y sollozando por el ruido que tiene el mundo fuera del vientre. Papá trajo una sábana blanca y me arropó. Eso y los brazos de mamá me mantenían tranquila.

Mi papá, desesperado, preguntaba a la doctora por teléfono si cortaba el cordón umbilical. Mi mamá lloraba, temerosa, con dolores persistentes porque la placenta seguía dentro de ella.

Éramos una todavía. Juntas.

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La bebé y su madre.Familia Panchana Sangurima

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Melisa, la vecina, la calmó con una frase sencilla y cargada de amor: póntela al pecho. Así, aún unidas, viajamos hasta la clínica, en un trayecto de 20 minutos. Mi papá manejó cauto y tranquilo. Antes de las 5 de la madrugada se veía cientos de personas que hacían cola para ingresar a los supermercados. Cierto, mi arribo ha sido en medio de una pandemia, la peor en la historia contemporánea.

Al volante, él se repetía en la cabeza que todo saldrá bien; que se puede cruzar las luces rojas con cuidado; que el Estado de Excepción y el Toque de Queda eran lo de menos en estas circunstancias; que si los militares nos abordaban seguro nos ayudarían; que mi mamá es valiente y joven; que con 23 años puede amar infinitamente. Y ese amor y esa fuerza hacen que sea la mejor madre del universo. Yo seguía en su pecho y estaba segura.

Arribamos a la Clínica Kennedy de Guayaquil. Mamá iba a ser tratada por su doctora que llegó a tiempo, aunque no había pediatra para mí. Me envolvieron en una manta verde hospitalaria, mientras nos desprendían el cordón. Papá se enfrascó en las faenas administrativas, más difíciles que el mismo parto en el carro: que algo llamado IESS no sirve en esta clínica, que hay que ver si el seguro privado aprueba; que deje un voucher abierto firmado y, además, un “abono” de cuatro mil dólares. Que Salud SA dice que esto no es una urgencia y no está dentro de su cobertura. Mi padre, armado de rabia, les habló de humanidad, de urgencias, de vida. Que por sus hijas da todo: el abono, todos los vouchers...

Que por sus hijas da la vida. Que solo ruega que me atiendan. Y que me cambien de ropa, como le gusta a mamá: que me pongan linda, con ese monito hermoso heredado de mi ñaña, regalo de mi abuela materna.

"Yo he querido, entonces, dar mi primer grito para demostrar que también hay vida"

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He estado bien desde que abrí los ojos. El lugar donde me atienden es es bonito: la gente viste trajes de astronauta, con cascos raros. Detrás de ellos, los doctores y enfermeras me ven con ojos de emoción. Quienes no me han visto son los cajeros; esos que quieren saltar a mi papito al cuello porque él les dice que no conocen la ley y tampoco tienen corazón.

Pobres cajeros: se quejan de que la gente en plena pandemia se muere, que los muertos ya no pagan las cuentas y eso daña el negocio.

No sé para qué se enfrascan en dramas. Si estoy viva. Solo necesito que mis padres me abracen. He nacido una madrugada en condiciones extrañas, sí… Con los hospitales abarrotados, sí. Pero hay esperanza en medio de los momentos más tristes. Yo he querido, entonces, dar mi primer grito para demostrar que también hay vida.

Vida y problemas terrenales. Empiezo a entender a papá cuando dice que nunca él ni mamá han usado eso que llaman IESS. Creo que es un lugar donde rifan fundas plásticas que han comprado con sobreprecio para enterrar a esos muertos que mueren sin pagar.

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Madre e hija, en calma.Familia Panchana Sangurima

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Mis padres tratan de esconder su agobio cuando los médicos y enfermeras los saludan y felicitan. Ellos, como anestesiados, esbozan una sonrisa de agradecimiento. Sonrisa que queda escondida detrás de las mascarillas obligatorias. Aunque mi mamá le dice que con los ojos también se puede sonreír. Q ue nos alegremos, que todo ha salido bien. Que haga la foto de ella en urgencias. Que ya me tiene en sus brazos.

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Cuando papá me mira, desde un vidrio, llora. Solo le veo sus ojos grandes y ese cabello abundante y despeinado. Aquí, en el área donde estoy aislada para observación, me visita ella, mamá, a brindarme su pecho, a acariciarme. Me susurra. Me dice que no sea vaga, que coma. Que ya pronto iremos a casa. Que la ñaña nos espera y entonces estaremos los cuatro.

Papá no puede escucharnos. Sigue viéndonos a través del cristal. Vuelve a llorar. Mamá le hace una señal para que tome alguna foto; él no puede. Él nos contempla, emocionado.

Mis padres la primera noche internados todos se han tomado las manos y orado juntos. Dan gracias a Dios porque estoy sana y completa. Porque he llegado con vida. Vida y esperanza.

Allí, tendidos en la misma cama, apretujados, han escrito estas líneas. Porque les cuesta hilvanar la historia. Se quiebran, sobre todo porque me han dejado aquí en observación permanente, con antibióticos y exámenes diarios. “Clínicamente está perfecta”, repite el doctor, asombrado. “Por las dudas, necesito 24 horas más”.

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El padre y su segunda hija.Familia Panchana Sangurima

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A las 54 horas de nacida me han dado el alta. Me quitaron ese suero incómodo; por fin me pusieron aretes. Ya salí de esa sala llena de cunas vacías donde estuve sin más compañía que la de una enfermera las 24 horas. Porque a nadie le apetece nacer en medio de tanto lío.

A nadie, excepto a mí. “Es la primera bebé que debemos cuidar en esta emergencia. A todos nos ha emocionado. ¡Felicidades, en una nena hermosa!”, comenta Sarah, la doctora del cuarto piso a mis padres.

Miércoles 6 de mayo de 2020. Mediodía. Ya nos vamos a nuestra casita, al otro lado de la ciudad. Mamá me ha puesto un trajecito de flores, el más bonito y colorido que estaba en mi maleta. Vamos todos muy contentos. Cayetana nos espera. Porque ya somos cuatro.

Soy Javiera Constanza Panchana Sangurima. Hermana menor de Cayetana. Hija de Allen y Daniela, dos periodistas que, para evitar recordar, al menos por el momento, han usado mi voz. Gracias a quienes han estado pendientes de mí. Estoy bien, celebrando un domingo 10 de mayo de 2020 el Día de la Madre. Ya se me ha caído el ombligo. Somos cuatro, juntos y fuertes como un puño. Y como dice la canción Mariposa Azul de Luz Pinos que tanto le gusta a mi mamá: Quisiera que me vinieras a visitar.