
Adú, la película que se lució en los premios Goya
Actuaciones extraordinarias y una dirección impecable hace de esta producción española una verdadera joya del cine.
Melilla, ciudad española localizada en el norte de África y situada a orillas del mar Mediterráneo, ve llegar a un inmenso grupo de inmigrantes ilegales que tratan de hacer caer una valla que se interpone entre África y la ciudad en la que anhelan hallar futuro o seguirlo buscando en Europa. El joven Mateo (Álvaro Cervantes), uno de los integrantes de la Guardia Civil, y dos más tratan de impedirlo, pero en la refriega cae uno de los africanos y encuentra la muerte.
En Du Dja, reserva natural de Camerún, trabaja el español Gonzalo (Luis Tosar), activista medioambiental de temperamento fuerte y reacciones tercas. Su hija Sandra (Anna Castillo) llega a visitarlo pero es un encuentro lleno de malos momentos.
En un villorrio cercano viven Alika (Zayiddiya Dissou) y su pequeño hermano de seis años: Adú (Moustapha Oumarou). Juntos, debido a circunstancias inesperadas (han visto matar a un elefante para arrancarle sus colmillos), huyen dejando la bicicleta que utilizaban. Esa bicicleta va a parar a manos de Sandra. La incursión de una soldadesca llega a su aldea y esto obliga a los niños a huir y caer en manos de los traficantes de personas quienes, en vez de embarcarlos en una nave o en un camión, los obligan a colarse de polizontes en un avión que viaja a Francia. Más tarde, Adú conoce a un somalí de 18 años que se convierte en su ángel de la guarda: Massar (Adam Nourou).
Por cosas del destino, estas tres historias se unen para crear el drama expuesto.
Con trece nominaciones y ganadora de cuatro Goyas (director, actor revelación -Adam Nouron, el primer actor negro en recibir el galardón-, dirección de producción y sonido), Adú es una de las mejores películas en la cartelera que exhibe Netflix. Gracias a la plataforma, es posible ver un filme que, a lo mejor, no hubiera llegado a nuestras salas de exhibición.
Si usted vio en el mismo streaming la serie 'Tiempos de guerra', podrá estar familiarizado con Melilla y su guerra de 1921 contra las tribus de Rif, oriundas de las montañas de Marruecos. Esas batallas generaron, a más de su hecho histórico contra el coloniaje, la opereta 'La canción del desierto' llevada al cine en dos ocasiones. Esta vez la ciudad se ´actualiza´ y estamos en el 2018.
La trama está dirigida por Salvador Calvo y lo hace con precisión y mano firme, sin dejarla caer en el melodrama. Pero lo más sorprendente es que ha logrado de todo el conjunto actoral interpretaciones llenas de naturalidad frente a las cámaras; por ello es toda una lección de lo que es saber dirigir un filme.
Así, cada uno de los intérpretes tiene su gran momento: Gonzalo muestra su recio carácter pero la ternura de un padre que lucha por salvar a su hija de la drogadicción. Mateo es símbolo del ser humano que se ve obligado a abandonar su conciencia. Sandra es la hija que el cine actual insiste en mostrar: irrespetuosa, altanera, libertina, excesivamente franca y dispuesta a hacer lo que les da la gana. Adú es el niño que se enfrenta a la vida con toda su inocencia. Y Massar es un adolescente maltratado por la vida pero que aún guarda esperanzas. Cada secuencia, cada escena, alcanza ritmo y perfección. No en vano Calvo y Nourou ganaron el Goya.
Loable el hecho de que el largometraje muestre la visión, no de los que impiden el ingreso de los ilegales, sino lo que sienten y sufren, los inmigrantes que huyen de sus ciudades y países.
Uno de los guardias civiles anota en su dialogo: “Ellos observan las vallas como un letrero que dice ¡No! Cuando en realidad queremos decirles: 'Arreglad vuestros problemas y no los traigáis acá'”. Y en ello hay una cierta verdad. Se habla de los Derechos Humanos cuando los países europeos se niegan a aceptarlos. Pero el público bien podría hacerse otra pregunta: ¿por qué los defensores de los Derechos Humanos no acusan a los políticos que obligaron, con su corrupción, a que miles de personas abandonen sus hogares porque en ellos les era imposible vivir, por la pobreza que generaron los que convirtieron sus presidencias en raterías y tiranías?
Nota al margen. En el 2018 ingresaron ilegalmente a España 64.120 personas. De ellas, la mitad eran niños y adolescentes.
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