Un fragmento de 'Sanguínea'
Lea la primera página de la ópera prima de Gabriela Ponce.
Llegamos a ese galpón con la noche colándose por las faldas y las mangas, salpicando babas que brillaban en medio de un entusiasmo incontenible. Las manos con olor a mentol y los ojos vibrando por una plenitud espesa. Sin sacarnos los patines, entramos y empezamos a bailar de modo frenético, queriendo abrazar eso que no se podía tocar ni nombrar, pero que derramaba nuestra intimidad entre la multitud y el ruido: un embellecimiento agudo de todas las cosas. Nos sentíamos como un solo cuerpo- hueso, sangre y carne- que se desmembraba por instantes, para volver a unirse por la irremediable necesidad del tacto. Nos agarrábamos las manos y las cinturas y el pelo largo que era rubio, negro, dorado, rojo. Nuestros ritmos estaban acompasados y, de vez en cuando, nos tocábamos los labios, nos rozábamos las tetas. En uno de esos impulsos de huida que me asaltaban en los momentos de mayor goce y que se me atravesó helado en el coxis, patiné hacia la barra, pedí un wiski y agarré las manos que tenía a mi lado, unas manos que me eran familiares y unos ojos que sentí cómplices a pesar de haberlos visto pocas veces. Me resbalé en el sudor de ese cuerpo, lo olí y lo jaloneé hacia fuera, otra vez hacia la calle, para volver a patinar en la intemperie y sentir que el aire de la noche es voluta negra que atrae a los cuerpos inestables que están a su alcance, ensañándose severa, con los que piden auxilio. Afuera es la noche, fue la frase que resonó en mi interior, y patiné.
*Este texto es exclusivo de la editorial Severo y cuenta con su permiso de reproducción.