Cartas de lectores | Envejecer con dignidad
Moraleja: cuando alguien envejece, a menudo deja de ser notado
Hace mucho tiempo, en un pueblo vivía un burro. Desde su juventud servía fielmente a su dueño, un granjero llamado Marco. El burro era fuerte, resistente, cada día cargaba pesados sacos, araba la tierra, transportaba la cosecha. Y cuando terminaba el día, el dueño le daba palmaditas en la espalda y le decía: “Eres el mejor, amigo mío. Sin ti, me sería difícil”. El burro no entendía palabras, pero sentía la bondad en la voz y su corazón se llenaba de alegría. Pasaron los años. El burro empezó a envejecer. Sus patas ya no eran tan fuertes, la espalda le dolía, pero seguía trabajando. No se quejaba, no se detenía. Pero un día tropezó y no pudo sostener los sacos de harina. Marco dijo: “Estás envejeciendo, mi amigo”. Unos meses después trajo a una joven mula, fuerte, enérgica, llena de vigor. Ahora ella llevaba los sacos pesados y araba el campo. El burro ya no recibía palmaditas, ni escuchaba palabras amables. No lo notaban y ya no le llevaban comida. Se quedaba en la esquina mirando cómo el dueño acariciaba a la mula. “Ya no soy necesario”, pensó con tristeza. El invierno llegó y una noche se desató una fuerte tormenta. El viento aullaba, la nieve cegaba y afuera se oyó un ruido. Marco salió y vio que la mula no estaba por ningún lado, se había escapado. En tal tormenta, sin ayuda, no llegarían a la ciudad por provisiones. Desesperado, miró alrededor y vio al viejo burro en la esquina. Estaba ahí en silencio, pese al frío y la nieve. Marco se acercó y le pasó la mano tímidamente por el lomo. “Recuerdas el camino...”. El burro levantó la cabeza. No había resentimiento, solo lealtad. Avanzó lentamente, pero con decisión y precisión, esquivando baches. Ya no era joven, su cuerpo dolía de cansancio, pero su corazón recordaba; no podía fallar. Cuando regresaron al pueblo con los suministros, Marco se dio cuenta de cuánto se había equivocado. Miró a su viejo amigo y entendió que la fuerza no es solo cuestión de patas poderosas y espalda joven. La fuerza es lealtad. Desde entonces, el burro ya no llevaba sacos pesados, pero cada invierno iba al frente del carro, indicando el camino. Marco ya no lo olvidaba. Ahora le llevaba comida y susurraba suavemente: “Perdóname, viejo amigo. Fui un tonto, pero siempre fuiste leal”. El burro ahora sabía que era necesario. Moraleja: cuando alguien envejece, a menudo deja de ser notado. Pero la lealtad, dedicación y buen corazón no pasan con los años. Y a veces, aquellos que se consideran innecesarios resultan ser los más valiosos.
Elio Roberto Ortega Icaza