Cartas de lectores | Por los mundos de abuelo y nieto
A veces las madrugadas llegaban antes, otras se disfrazaban de medianoche, pero el abuelo siempre estaba allí
Había una vez un abuelo y su nieto que con apenas risas y un poco de aire fresco en las miradas, pintaban mundos mágicos donde solo hacía falta estar el uno junto al otro. Allí no había juguetes de pilas, ni luces artificiales, ni palabras complicadas, solo jolgorio sencillo entre aventurillas de inventarse juntos hasta los ocurridos imaginarios de lo absurdo. El abuelo hacía como si contara un cuento y en los ojos del niño, como dos lunas o soles asombrados, aparecía la creación de mil caminos y mil días nuevos, misteriosos, ocurrentes, divertidos, y tan inocentes como si fueran versos danzantes en el aire, danza que solo él y el abuelo entienden en ese universo de lo pequeño, donde se salvaguardan las más intensas ternuras. A veces las madrugadas llegaban antes, otras se disfrazaban de medianoche, pero el abuelo siempre estaba allí, para que cuando el niño alzara las manos al aire encontrara las suyas, acogedoras en tibieza y seguras como refugio. El abuelo también vibraba enternecido con el apretujón de su abrazo, un suspiro acariciado, fresco, que le repleta el pecho y hace elevar la vista al cielo como en asombro mimoso. Así pasaban horas, sin apuro, al vaivén de abrazos que calmaban miedos, y de miradas con palabras convencidas que trascendían al niño sobre lo que el mundo podía ser de afectuoso, suave y con alegrías a encontrar, como hálito en un día medio despejado. Tras mirarlo con el rabillo del ojo en su crecer fraternal y de halagos compartidos, y en la soledad atardecida de un día discreto, el abuelo lanzó su pensar entre nubes que languidecían en el cielo, diciéndose a sí mismo: “cuando ya esté lejos el nieto dirá en cualquier momento: te extraño, abuelo”. Pero el abuelo, que conocía los secretos de los cuentos, le responderá con viento suave: “No me fui de tu lado. Estoy aquí, en tus alegrías, en los juegos que inventamos, en los abrazos que guardamos, en cada pequeño rincón de tu memoria y, aunque a veces hay uno que otro rasguño, no olvides los juegos con la vida y mi herencia de risas picarescas, que nunca te abandonan”. Así, ese nieto ya adulto seguirá sintiendo al abuelo en lontananza, de día o de noche, y vale afirmar que igual sucede con la abuelita, quien también lo compartió todo. Y como esto es una historia que nunca termina, continúa un secreto afable que solo ellos tres conocen, sienten, no lo imaginan. ¿Qué aprendizajes imborrables y valores en identidad y visión del mundo podemos heredar de nuestras relaciones intergeneracionales, a más de fortalecer nuestra capacidad de amar y recordar?
Luis Enrique Plaza Vélez